jueves, 23 de enero de 2014

CAMINO HACIA LA UNIDAD.


El 10 de noviembre de 1989 se celebraba la caída del muro de Berlín. Fue la reconciliación de las dos Alemanias, un ejemplo a seguir, porque fue como una bocanada de aire puro, de confianza que corría por nuestras venas.


Sin embargo, hay que reconocer que los seres humanos estamos acostumbrados a levantar muros y los muros siempre dividen y matan. Cuando no hay entendimiento, cuando ya sobran las palabras, usamos murallas para separar propiedades, naciones, ideologías. Unos muros son de cemento y los otros, los más peligrosos, los psicológicos. Separamos a los seres humanos por su color, por su ideología, por la economía y por la religión. Y si toda división es un escándalo, lo es mucho más que los cristianos estén divididos.

La división y la lucha entre cristianos estaba profundamente arraigada en las personas. Torrente Ballester menciona que los niños de su pueblo apedreaban la iglesia protestante mientras decían: “¡Fuera, fuera, protestantes, fuera, fuera de nuestra Nación, que queremos ser amantes del Sagrado Corazón!”.

Jesús, sin embargo, pidió al Padre por la unidad de todos y nos recalcó la necesidad del buen entendimiento. Antes de ir a la cruz el Maestro oró así: “Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,2).

San Pablo exhorta a la Iglesia en general a enriquecer su vocación de unidad. Un cuerpo, un espíritu, un señor, una fe, un bautismo, un Dios y padre de todos (Ef 4,1-16).

La apertura de la Iglesia Católica al Movimiento Ecuménico para con la iglesia Evangélica es muy reciente. Hasta el Pontificado de Juan XXIII, la posición prevaleciente era de desconfianza, y hasta la hostilidad para con los esfuerzos por la unidad.

En 1952 se fundó la Conferencia Católica para las Cuestiones Ecuménicas. Su primer secretario fue el holandés Juan Willerbrans. Juan XXIII, el Papa bueno, el 25 de enero de 1959, hablando del Concilio que iba a comenzar, dijo: “No haremos ningún proceso histórico; no buscaremos quién se equivocó o quién tuvo razón. Diremos solamente ¡Reconciliémonos!” En el año 1963 muere Juan XXIII, fue un duelo universal; su figura es sinónimo de entendimiento, paz, diálogo, amistad entre los seres humanos. En el año 1965 Pablo VI se encarga de concluir el Concilio Vaticano II, iniciado por el Papa Juan XXIII.

El Vaticano II dio un gran cambio en este campo al afirmar que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica y que Dios ha sacado el bien de todas las debilidades humanas y divisiones. Gracias a Dios existe hoy un respeto por las otras iglesias y se tiende a la unión de todos los cristianos ya que la división en la Iglesia es un terrible enigma y un gran escándalo para la humanidad.

El movimiento ecuménico busca raíces en el sentir de Jesucristo, “para que todos crean” (Jn 17,21). La palabra Ecumenismo viene del adjetivo griego “Oíkoumene” que significa “el orbe habitado”, esta palabra inspiró el movimiento que desde finales del siglo XIX intenta promover la unidad de los cristianos divididos. Cada año se celebra la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que tradicionalmente se celebra del 18 al 25 de enero. En la celebrada en el 2007 el Papa Benedicto XVI afirmaba:

“La unidad es un don de Dios y fruto de la acción de su Espíritu. Por eso, es importante rezar. Cuanto más nos acercamos a Cristo, convirtiéndonos a su amor, más nos acercamos también los unos a los otros”. Por la historia y por la experiencia tenida en los últimos años podemos afirmar que el camino de la unidad no es fácil. Ya lo decía Benedicto XVI: “El camino de la unidad de los cristianos es ciertamente largo y no fácil, pero no hay que desanimarse sino seguir recorriéndolo, contando con la ayuda de Cristo”.

jueves, 16 de enero de 2014

Abrir los ojos.

«Un viejo rabino preguntaba en cierta ocasión a sus alumnos cuándo se sabe el momento en que se acaba la noche y comienza el día... Después de varias respuestas de los alumnos, dijo el maestro: Cuando al mirar el rostro de cualquier hombre, tú reconozcas a tu hermano o a tu hermana. Hasta que no llegue ese momento, seguirá siendo noche en tu corazón».
Es difícil reconocer al hermano, especialmente al hermano pobre, solo y abandonado. Es necesario abrir los ojos para darse cuenta de que tenemos pies y manos para poder auxiliar a los otros. Todo ha sido creado por Dios. El mundo es la obra de sus manos (Sal 18, 2). Su mano ha estado siempre cercana al elegido, al necesitado, para ejercer siempre la acción salvadora de su poder.
Dios no solamente escudriña los corazones, sino que parece que también sabe leer las manos, lo que hay reflejado en ellas. Algunas son merecedoras de queja. No le agradan las vanas ofrendas. Aparta los ojos cuado alzan las manos, porque están llenas de sangre (Is 1, 15). Hay que purificar y limpiar el corazón para que así lo estén las manos y se pueda orar elevando al cielo unas manos piadosas (1Tim 2, 8). La mano que recibe el cuerpo de Cristo se necesita para socorrer al hermano necesitado de su calor y del fruto de sus trabajos. Cuando alargamos nuestras manos para ofrendar, es porque nuestro corazón no está atrofiado. Para que éste no muera, es preciso renovarlo cada día con firmeza e interés, pues «el amor que no está brotando continuamente, está muriendo continuamente» (Jalil Gibran).
El Padre quiere que nos tratemos como hermanos, que sepamos convivir, que sigamos sus caminos y seamos capaces de hacer arados forjados de las espadas, podaderas de las lanzas, sembrar campos de trigo y arroz para saciar el hambre de los campos de minas. Esto es trabajar en el reino de Dios, que es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo (Lc 13, 18. Jesús nos necesita, cuenta con nuestras manos, pies, labios... Somos el único Evangelio que la gente puede leer, si nuestras vidas son obras y palabras eficaces.
Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (Tm 2, 34). Y María exclamó: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38).
Lo mismo dijeron muchos creyentes que se abandonaron en las manos del Señor. «Padre: me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias Estoy dispuesto a todo. Lo acepto todo, con tal que tu plan vaya adelante en toda la humanidad y en mí. Ilumina mi vida con la luz de Jesús. No vino a ser servido, vino a servir. Que mi vida sea como la de él: servir. Grano de trigo que muere en el surco del mundo. Que sea así de verdad, Padre. Te confío mi vida. Te la doy con todo el amor de que soy capaz. Me pongo en tus manos, sin reservas, con una confianza absoluta porque tú eres... mi Padre» (Foucauld).
La palabra amén significa la seguridad y confianza de un niño en brazos de su madre. Cuando decimos amén, entramos en esa riada de alabanza que recorre la creación y que está tan presente en el padrenuestro. El Señor nos invita a caminar sin instalarnos, a ser peregrinos, ser sólo romeros. «Ser en la vida romero, romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos; ser en la vida romero, sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo... Ser en la vida romero...romero... sólo romero. Sensibles a todo el viento y bajo todos los cielos, poetas, nunca cantemos a la vida de un mismo pueblo, ni la flor de un solo huerto... Que sean todos los pueblos y todos los huertos nuestros». (León Felipe).
Como caminantes no sólo tropezamos con las piedras del camino, sino con los hermanos. En cada anochecer y amanecer será necesario dar gracias a Dios y al otro, pero también reconocer que se ha herido y ofendido al otro. Si, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda (Mt 5, 23-24). Jesús nos enseñó que Dios es Padre de ternura perdonándonos. 
Hay que cultivar actitudes donde florezca el perdón: no lleves cuenta del mal, no te irrites, disculpa, fíjate en lo bueno, cree y espera en los otros. Y «donde no hay amor, pon amor y sacarás amor» (San Juan de la Cruz). 
«Señor haz de mi un instrumento de tu paz. Donde haya odio, que yo ponga amor. Donde haya ofensas, que yo ponga perdón. Donde haya discordia, que yo ponga unión. Donde haya error, que yo ponga verdad Donde haya duda, que yo ponga fe. Donde haya desesperanza, que yo ponga esperanza. Donde haya tinieblas, que yo ponga luz. Donde haya tristeza, que yo ponga alegría. Haz que no busque tanto el ser consolado como el consolar, el ser comprendido como el comprender, el ser amado como el amar. Porque dando es como se recibe. Olvidándose de sí mismo es como se encuentra a sí mismo. Perdonando es como se obtiene perdón. Muriendo es como se resucita para la vida eterna» (San Francisco de Asís)

sábado, 4 de enero de 2014

CONCLUSIÓN.

CONCLUSIÓN




Hemos recibido de Jesús el mandato de orar, en todo momento y en todo lugar, en las buenas y en las malas, cuando la persona se encuentra en el Tabor y en el Monte de los Olivos.

La oración es un don, un regalo de Dios, que desde la fe se convierte en tarea. En algunos momentos de nuestra vida necesitamos de métodos, de técnicas, de motivaciones que nos den alas y pies para poder volar y caminar. A pesar de todos los intentos por mejorar, por buscar razones y nuevas ilusiones, si falta fe, esperanza y amor, es fácil sucumbir al desaliento y a la pelea. Es entonces, más que nunca, cuando necesitamos poner los ojos en Dios y creer de verdad que él camina con nosotros, que renueva nuestros pies y da aliento para llegar a la meta.



Sin Jesús no podemos hacer nada (Jn 15, 5). Sin oración, sin un encuentro vivo con él, es posible que no nos abramos a la vida verdadera, a la conversión para amar a Dios con todo el corazón y a los otros como a nosotros mismos.