sábado, 29 de marzo de 2014

DAR LA VIDA SIEMPRE.



En cierta ocasión Abraham Lincoln estaba hablando bien de sus adversarios y críticos.

Una anciana le preguntó:

¿Cómo puede usted expresarse amablemente de sus enemigos en lugar de destruirlos?”

“Señora, respondió él. ¿Acaso no los destruyo al convertirlos en amigos?”

Sólo un corazón grande puede perdonar, tener misericordia, dar la vida por los otros. Así era el corazón de Jesús. No sólo hablaba bien de sus adversarios y críticos, sino que dio la vida por todos, inclusive por sus enemigos. En Él tenían cabida todos, en especial los publicanos. El no vino a “llamar a los justos, sino a los pecadores” y no pedía sacrificios, sino misericordia (Mt 9.13).

Jesús manifiesta con su vida la predilección de Dios por los desheredados. El se identifica con el último, el oprimido. “cuanto hicieron a uno de estos más pequeños a mí me lo hicieron” (Mt 25,40).

Su vida hay que leerla en clave de servicio. “El Hijo del Hombre ha venido no para ser servido, sino para servir y dar su vida para rescate de muchos” (Mt 20.28). El supo tener palabras alentadoras para el cansado (Is 50,4); la caña quebrada no la partió, y la mecha mortecina no la apagó (Is 42,3). Jesús es señalado por el Padre como el que cumple la misión de Siervo (Mt 3,16-17), sin poder, obediente a la voluntad del Padre. Por amor se despojó de su condición divina para asumir nuestra condición humana hasta llegar a una muerte de cruz (Flp 2, 6-11, Rm 8,3).

“El discípulo no es más que el maestro, todo buen discípulo será como su maestro” (Lc 6.40). Quien quiera seguir a Jesús ha de comportarse como hizo El, negarse a sí mismo, abrir su corazón al hermano, tomar la cruz y dar la vida siempre (Mt 16,24).

Quien trabaja en el Reino de Jesús tendrá que:

aceptar el amor y perdón incondicional de Dios,
vivir en la filiación divina y en la hermandad humana,
transformar el mundo personal y social;
luchar contra toda clase de pecado y sus consecuencias: injusticias, guerras, hambre…

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
Que a mi puerta cubierto de rocío,
Pasas las noches del invierno oscuras?
Oye, Pastor que por amor mueres,
No te espante el rigor de mis pecados,
Pues tan amigo de rendidos eres,
Espera pues, y escucha mis cuidados.
Pero ¿cómo te digo que esperes?
Si estás para esperar los pies clavados?” (Lope de Vega)

viernes, 21 de marzo de 2014

LA CRUZ CRISTIANA.

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En el Japón hay piedras cerca de un templo en la ciudad de Kyoto. Según la tradición, allí hay quince piedras de distintos tamaños, que simbolizan los problemas básicos de la humanidad. Cada visitante elige cuales son. Lo curioso es que las piedras están ordenadas de tal modo que no se pueden ver todas al mismo tiempo.

“Es imposible ver todas las piedras al mismo tiempo”, es imposible abarcar todas las dificultades que surgen a lo largo de la vida. Todos los problemas básicos de la humanidad los podemos englobar bajo la palabra cruz.

La cruz no ha sido un invento del cristianismo; es un hecho de nuestra condición humana. Por el simple hecho de ser vivientes, nos acompaña a cualquier edad, en los trabajos, en la convivencia. Otras, son producto del pecado: droga, dinero, juego, placer, envidia, poder, fama…

La cruz en sí misma no tiene ningún valor, inclusive es negativa y destructora. Ella nos habla del poder del mal. Este es fuerte y aparece persistente en forma de violencia, injusticia, materialismo y miseria. Muchos sufren todo este tipo de cruces y quisieran acabar con el mal para transformar la historia y lo único que pueden percibir, es una total impotencia ante los tentáculos del mal organizado.

Además de las cruces que nos vienen por nuestra condición humana y por el pecado, hay otras que son consecuencia del ser cristiano. La cruz cristiana es el precio que hay que pagar por la conversión de renuncia a vivir “según la carne” (Mt 18,8). La fidelidad al reino de Dios conlleva la cruz de Cristo.

La Iglesia y el cristiano deben caminar por el mismo camino que Cristo, es decir, por el camino del servicio y del amor. “Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino; …así también, la Iglesia, aunque necesita de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y abnegación, también con su ejemplo” (Vaticano II).

La cruz cristiana encierra una fuerza redentora. Para Juan de la Cruz no es sencillamente sufrimiento, sino gloria de Dios anticipada. En ella triunfa Jesús y desde entonces se ha convertido en signo de salvación Todo aquel que la mira con ojos de fe y ve en ella a Jesús, podrá tener la misma actitud de los apóstoles en las horas de prueba: “Ellos se fueron contentos de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús” (Hch 5.41).

La cruz que debemos cargar, es la que brota del amor. Tenemos que ser, pues, cirineos para poder aliviar los sufrimientos y cargas de los otros.

lunes, 17 de marzo de 2014

DIOS ES UN DIOS DE PERDÓN.



Todos conocemos esta parábola, la del padre que tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna… No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente… Pero un día el hijo se arrepintió y volvió a casa. El padre, que era bueno, le recibió con los brazos abiertos y le organizó una fiesta.

El hijo pequeño, ciego y atolondrado, huye de casa, sin conocer el corazón del padre. En realidad no se sabe el por qué este alejarse de la casa del Padre. ¿Estaba cansado de estar en el hogar? ¿Había seguido el ejemplo de algún otro joven? ¿Se dejó llevar de la fantasía? No sabemos, el caso es que se fue y trató de olvidarse del Padre.

El protagonista de esta parábola no es el hijo, es el corazón del Padre, con un amor incondicional, incluso, parece demasiado bueno, que respeta la decisión alocada del hijo, que huye en busca de placeres sin saber qué rumbo tomar. Calla y les deja hacer. “Y el Padre les repartió la hacienda” (Lc 15,12). Podemos olvidarnos de Dios, pero Él jamás se olvida de nosotros. Dios nunca nos abandona, por mucho que corramos. Él va siguiendo nuestros pasos. Un hijo puede olvidarse de su madre, pero la madre no se olvidará nunca de su hijo; pues aunque ésta se olvidará, Dios no se olvidará (Is 49,15-16).

El padre sufría y amaba en silencio. Ante esta parábola surgen muchas preguntas: ¿por qué le dejó marcharse?, ¿por qué le dio el dinero para malgastarlo? Quizá la respuesta la podemos encontrar en Paoli: “En el contexto del evangelio, Dios no se presenta como el padre que cierra la puerta para que los hijos no salgan de noche, sino como la luz que ilumina, la brújula misteriosa que orienta al ser humano en sus elecciones, que no lo abandona en el peligroso ejercicio de la libertad, que crea nuevas perspectivas de liberación, y se resarce finalmente en una conclusión que parecía desastrosa. El padre sólo puede ayudar siendo un modelo…”.

El padre no abandonó a su hijo, aunque se quedó en casa, su corazón seguía palpitando con él, pues el amor no se puede encerrar en unas paredes y no sabe de distancias. El padre ve al hijo desde lejos y siempre está dispuesto al encuentro. El padre esperaba con amor la vuelta del hijo. El padre de la parábola es Dios. En ella se presenta el amor misericordioso de Dios. Y Dios es un padre que: respeta, sufre, acoge, perdona, que tiene entrañas de misericordia y toda su riqueza está en sus hijos y es para ellos. ¡Grande es el amor del padre! El padre cubre al hijo con su amor como si fuera un vestido de fiesta. En el vocabulario del padre figuran palabras como “alegría”, “fiesta” e “hijo”, y también “nuevamente vivo”, mientras que en el vocabulario del hijo destacan palabras como “hambre” y “miseria”, “algarrobas”, “cerdos” y “jornaleros”. El hijo es acogido ahora en el mundo del padre.

Los pasos del hijo menor fueron los siguientes: se marchó de casa, despilfarró la fortuna, empezó a sentir hambre, recapacitó, decidió volver a casa. El hijo menor vuelve a casa, más que por el arrepentimiento, por interés, por el hambre que pasaba: “se moría de hambre”. Cuando ya estaba cerca de su casa, el padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. El padre, que es todo amor y ternura, lo acoge con gran alegría y le devuelve: anillo, sandalias y prepara una fiesta... El gozo paterno es enorme, pues ha recuperado al hijo que estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo ha encontrado.

Esta parábola ha tocado y seguirá tocando el corazón de muchos padres e hijos, pues es una realidad de muchos hogares. “De todas las palabras de Dios ésta ha despertado el eco más profundo… Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables personas… Y el que lo oye por centésima vez es como si lo oyera por primera vez” (Péguy). Y en esta parábola, al final, triunfa el amor.

sábado, 15 de marzo de 2014

UN AÑO DE MISERICORDIA.


El 13 de marzo hizo un año de la elección del Papa Francisco. Ha sido un año de sorpresas evangélicas. Su ejemplo, su estilo cercano, su gran humanidad, ha cautivado el corazón de los de dentro y de los de fuera del catolicismo: protestantes, judíos, musulmanes. Su alegría, “La Alegría del Evangelio”,  llega a todos los rincones del mundo. Muchos auguraban que la “Franciscomanía” no duraría mucho tiempo, sin embargo se han equivocado.
 Por supuesto que encuentra gran oposición entre los conservadores, que creen que va muy rápido, y aquellos que les gustaría  que fuera más apresurado; pero lo cierto es que el entusiasmo mediático le sigue acompañando. 
P.M. Lamet, traía un artículo en el Mundo, el día 12 de marzo en el que hablaba de los tres amores del Papa.
El primero y más determinante, decía,  es su amor al Jesús del Evangelio, que se ha traducido en no abandonar el tiempo dedicado a la unión con él. De ahí emana la importancia concedida a la alegría y la misericordia, especialmente hacia los pobres, los enfermos, los marginados, los niños, los emigrantes…
Su segundo gran amor es la Iglesia, que concibe de forma más colegial que sus predecesores, con sabor a Vaticano II. Quiere descentralizar el "ministerio petrino" y ha reforzado la universalidad con el nombramiento de su G-8 cardenalicio.
Su tercer amor es a la gente, primero la de la calle, a la que se dirige con un lenguaje accesible de signos y palabras, y a la que muestra un camino de esperanza y optimismo. De ello se deduce que el diálogo con todos, los teólogos, las otras confesiones, la cultura y el mundo secular se haya revitalizado después de años de involución y de actitud de condena.
 EL 6 de marzo del 2014 Religión Digital  contaba una anécdota simpática sobre el papa Francisco. En una audiencia a los párrocos de Roma Francisco destacó la importancia de la "misericordia" entre los sacerdotes.
 
Para ello contó la historia del padre Aristide, argentino, a quien visitó en a la capilla ardiente y se sorprendió de que no hubiera nadie, sólo un par de ancianas velándole.
Entonces, explicó, fue a comprar unas flores y las colocó al lado del féretro y no pudo resistirse al ver la cruz del rosario que el sacerdote estrechaba entre sus manos y "poco a poco" y sin ser visto la arrancó y se la metió en el bolsillo y siempre la lleva consigo.
"Cuando me viene un mal pensamiento sobre alguien me llevo siempre la mano al pecho para tocar esa cruz", afirmó.
Preguntado en una entrevista si “La ternura y la misericordia son la esencia de su mensaje pastoral?
 

Respondió: “Y del Evangelio. Son el corazón del Evangelio. De lo contrario, no se entiende a Jesucristo, ni la ternura del Padre, que lo envía a escucharnos, a curarnos, a salvarnos”.
¡Ojalá este Papa siga contagiando sus amores: al Evangelio, a la Iglesia y a los pobres!

jueves, 13 de marzo de 2014

DIOS ES MISERICORDIOSO.

DIOS ES MISERICORDIOSO

 El día 5 de marzo iniciábamos el tiempo de Cuaresma con el Miércoles de Ceniza. Cuaresma es el tiempo en el que celebramos la misericordia de Dios. 

Dios es un Dios misericordioso. Su misericordia de Dios es desbordante, no la podemos medir ni comprender porque es infinita. La misericordia de Dios es universal, abarca a todo viviente, hasta los más rebeldes (Rm 11,30-32); su misericordia dura por siempre, aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no se retirará el Señor (Is 54,10); siempre perdona, destruye nuestras culpas, arroja al fondo del mar todos nuestros pecados (Mq 7,8). Él es clemente y misericordioso, tardo a la ira, grande en clemencia, y se arrepiente de castigar. Su misericordia es y llega a sus fieles generación tras generación (Lc 1,49) y nos dio vida con el Mesías (Ef 2,4).

El Salmista exalta las grandes misericordias del Señor, pues ama y consuela como una madre ama y consuela a sus hijos; protege a sus hijos como el águila a sus polluelos; perdona, cura, libera, colma de gracia y de ternura a sus hijos. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas (Sal 145,8-9), está pendiente de todos y los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre (Sal 33,18-19).

Dios es misericordioso. “Es propio de Dios usar misericordia; y en esto, especialmente, se manifiesta su omnipotencia” (santo Tomás). Y el mismo santo añade: “Se debe atribuir a Dios la misericordia en grado máximo, no por lo que tiene de pasión, sino por su eficiencia”. A Dios no le cuesta perdonar, es su oficio. “No es nada delicado mi Dios, no se fija en menudencias. No es nada minucioso para tomarnos cuentas, sino generoso; por grande que sea la deuda, no le cuesta perdonarla. Para pagarnos es tan mirado, que no tengáis miedo de que un alzar de ojos acordándonos de Él, deje sin premio” (Santa Teresa).

Si la bondad de Dios comunica los bienes a sus criaturas; la justicia de Dios concede los bienes en proporción a lo que corresponde a cada ser. Conceder los bienes y perfecciones para remediar las miserias y defectos de las criaturas, sobre todo en el hombre, es obra de su misericordia.

Juan Pablo II, que ya había escrito una Encíclica sobre la Misericordia de Dios, la “Dives in misericordia”, pronunció en Polonia una homilía en la consagración del santuario de la Divina Misericordia en la que decía:

“…Por eso, venimos hoy aquí, al santuario de Lagjewniki, para redescubrir en Cristo el rostro del Padre: de aquel que es ‘Padre misericordioso y Dios de toda consolación’ (2 Co 1,3). Con los ojos del alma deseamos contemplar los ojos de Jesús misericordioso, para descubrir en la profundidad de esta mirada el reflejo de su vida, así como la luz de la gracia que hemos recibido ya tantas veces, y que Dios nos reserva para todos los días y para el último día”.

Dios es misericordioso. “Sea su nombre bendito que en todo tiempo usa de misericordia con todas sus criaturas” (santa Teresa). Quien se parece a él, quien se precia de ser su hijo, tendrá que aprender a vivir en la misericordia, ser misericordioso como es él.