sábado, 26 de abril de 2014

UN HOMBRE DE GRAN BONDAD


Cuenta Martín Descalzo que el pastor anglicano Douglas Walstall visitó en cierta ocasión al papa Juan XXIII y esperaba mantener con él una “profunda” conversación ecuménica. Pero se encontró con que el pontífice de lo que tenía ganas era simplemente de “charlar” y a los pocos minutos, le confesó que allí, en el Vaticano, “se aburría un poco”, sobre todo por las tardes. Las mañanas se las llenaban las audiencias. Pero muchas tardes no sabía muy bien qué hacer. “Allá en Venecia – confesaba el papa – siempre tenía bastantes cosas pendientes o me iba a pasear. Aquí, la mayoría de los asuntos ya me los traen resueltos los cardenales y yo sólo tengo que firmar. Y en cuanto a pasear, casi no me dejan. O tengo que salir con todo un cortejo que pone en vilo a toda la ciudad. ¿Sabe entonces lo que hago? Tomo estos prismáticos – señaló a los que tenía sobre la mesa – y me pongo a ver desde la ventana, una por una, las cúpulas de las iglesias de Roma. Pienso que alrededor de cada iglesia hay gente que es feliz y otra que sufre; ancianos solos y parejas de jóvenes alegres. También gente amargada o pisoteada. Entonces me pongo a pensar en ellos y pido a Dios que bendiga su felicidad o consuele su dolor”

El pastor Walstall salió seguro de haber recibido la mejor lección ecuménica imaginable, porque acababa de descubrir lo que es una vida dedicada al amor.

José L. Martín Descalzo

Le resultaba fácil a Juan XXIII mirar con los prismáticos y acercarse a todos, porque poseía un gran amor.

El amor acerca a las personas y suprime todo tipo de barreras, lenguas, razas. La visión, para que sea verdadera, tiene que estar conectada con el corazón para poder enfocar bien. El desenfoque puede venir por la distancia. Dios está demasiado lejos y no le vemos, y el hermano está demasiado cerca y lo vemos demasiado. Como quiera, siempre habrá disculpas.

Nos acerca a los otros el corazón, el tener la misericordia del Padre muy dentro de nosotros, ya que todos somos hijos de Dios (Jn 4.7) y por lo tanto debemos ser hermanos. Juan XXIII era todo misericordia. Comprendía el noventa por ciento de las flaquezas de los humanos. Lo que no tenía disculpa a simple vista, se lo dejaba a Dios. Todo lo hacía desde el amor y con amor. Si hablaba, gritaba, miraba y abría la puerta de la Iglesia para los que se sentían extraños, era por su gran bondad y mansedumbre. Pasó haciendo el bien sobre la tierra, sin mirar a quién, sin tener en cuenta ideologías ni creencias. Para los de cerca y para los de lejos fue un padre: El Papa bueno. “El alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente.” (Dichos de Luz y Amor, 33). Estas palabras de San Juan de la Cruz, se pueden aplicar muy bien al alma de nuestro Papa. Como era humilde, supo fijarse en los que sufrían de soledad. Como era paciente, sabía vivir el momento presente, dejando para su turno lo que tocase. Como era manso, a su lado brotaba la felicidad. Como era blando y dulce, como su enorme humanidad, en él chocaban todas las iras y los planes de los soberbios.

Al Papa Juan, le resolvían los problemas los cardenales y Dios. El sólo se preocupaba de ser cercano a todos para poder, simplemente, amar. Y, precisamente, porque amaba de verdad, con todo el corazón y el alma, porque pasó haciendo el bien y sembrando bondad, el papa Bueno es un santo más de la Iglesia Católica.

sábado, 19 de abril de 2014

Cristo ha resucitado



Cuenta Martín Descalzo que una de sus hermanas trataba de explicar a uno de sus sobrinos –que tenía entonces seis años– lo que Jesús nos había querido en su pasión, y le explicaba que había muerto por salvarnos. Y queriendo que el pequeño sacara una lección de esta generosidad de Cristo, le preguntó: «Y tú ¿qué serías capaz de hacer por Jesús, serías capaz de morir por él?». El sobrino se quedó pensativo y, al cabo de unos segundos, respondió: «Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí

Los discípulos estaban reunidos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. No acababan de creer, ni siquiera después de ciertas señales y testimonios; todos sus sueños se habían venido abajo y de ellos se había apoderado la desesperanza y el desencanto. Y en esa situación entró Jesús irradiando alegría, seguridad y paz; pero Tomás no estaba con ellos y para creer exigía pruebas irrefutables, exactas y verificables. Sin embargo, al poder ver y tocar las llagas del Resucitado, se vuelve dócil, creyente, orante y confiesa: «¡Señor mío y Dios mío!».

Pablo nos transmite lo que él mismo recibió: «En primer lugar os transmití lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1 Co 15,3-5). Este es el credo fundamental del cristiano. Este texto no es paulino, se lo da a los corintios habiéndolo recibido él de la Iglesia-Madre.

La sepultura es la confirmación de la muerte real de Jesús. La tumba vacía es un lugar de encuentro con Jesús, sin Jesús presente.

El verbo es «ver»: se dejó ver, se apareció; la visión es recibida. En la fe cristiana se tiene conciencia de que Jesús resucitado tiene un movimiento de darse a reconocer. Las experiencias de ver a Jesús son un hecho temporal y que fundan la fe.


Con el Domingo de Resurrección comienza el tiempo de Pascua, en el que la Iglesia nos invita a la alegría y a la esperanza, pues, repetiremos mil veces: El Dios que resucitó a Jesús nos resucitará a nosotros. 

sábado, 12 de abril de 2014

DANOS TU LUZ, SEÑOR.


“El Santo Cristo del Veneno” se refiere al caso de un pastelero en Michoacán que, según decían sus paisanos, había tomado veneno. Un día, el buen hombre fue a hacer su visita diaria al Santo Cristo, y mientras oraba, la imagen se volvió negra, porque absorbió el veneno que había comido el pastelero.

Esta leyenda nos habla del sentimiento popular, de la ternura religiosa de los pueblos de América. Dentro del seguimiento de Jesús hay que acentuar la presencia de un Cristo humanado, que viene en ayuda de los necesitados y absorbe toda clase de veneno, carga con los dolores y pecados de esos pueblos sufridos, buscadores del verdadero rostro de Cristo.

Entre las devociones cristológicas más populares está la Pasión de Cristo, representada en una enorme producción de imágenes talladas por indios y blancos. En la iglesia de San Andrés Ocotlán (estado de México), se encuentran hasta 17 esculturas relacionadas con la Pasión y Muerte del Señor.

Los fieles veneran con gran devoción las imágenes del Santo Cristo de Esquipulas en Guatemala, el Señor de los milagros de Lima, El santo Cristo de Burgos en Quito y en Lima.

La devoción a la pasión, al vía crucis, al Cristo crucificado fue traída en la primera evangelización del siglo XVI. Una de las santas más entusiastas con esta devoción fue Santa Teresa. “Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre”. Ella misma confiesa que hay grandes peligros en apartarse del misterio de Cristo y grandes frutos en seguirla.

Peligros. Vaciedad y poco provecho en la oración, falta de humildad, no apreciar el valor de la Eucaristía.

Frutos: Aceptación de nuestra condición humana y seguir el camino de los santos.

La humanidad del Señor es puerta, camino, luz, nuestro bien y remedio. Y no sólo es bueno meditar en la humanidad de Jesús para los principiantes, sino para los que están en las séptimas moradas. “Cuando nuestro Señor es servido, regala más a esta alma, muéstrale claramente su sacratísima Humanidad”, nos dice la Santa de Avila.

El amor a la humanidad de Cristo encuentra su realización en el amor a la eucaristía. “Harta misericordia nos hace a todos que quiere su Majestad entendamos que es Él el que está en el Santísimo Sacramento” (Santa Teresa). Así lo entendió la devoción popular del pueblo hispano, ya que la fiesta del Corpus Christi es llamada “La Reina de las Fiestas”.

“Danos tu luz, Señor, para esta pena,
corta de tu jardín tanta agonía,
tanto obscuro dolor, la sombra fría
que al corazón del hombre ciega y llena…
Pero danos también como sustento
Tu corazón, tu vida, tu latido,
Tu divino calor por alimento”

(Rafael Morales).

sábado, 5 de abril de 2014

ES DE CRISTIANOS PERDONAR.


En la película de Orson Welles, “Impulso criminal”, unos niños ricos matan a un niño, después de secuestrarlo, para demostrarse a sí mismos y a los demás que es posible el crimen perfecto. No lo consiguen porque la policía los detiene. El fiscal del estado solicita para ellos la pena de muerte. El crimen, frío y premeditado, es injustificable. El abogado defensor, contratado por los padres y el mejor de su época, consigue librarlos de la horca y que el juez los condene a cadena perpetua. Su alegato en contra de la pena de muerte y, sobre todo, del sentimiento de venganza que esa pena lleva consigo, era de una gran categoría. En un momento determinado, y como razón mayúscula, el abogado expuso que estaban en una nación cristiana (América y concretamente Chicago) y que aquellos dos muchachos inmaduros y crueles, en manos del fundador del Cristianismo, estarían salvados.

Jesús dio la vida por todos, inclusive por sus enemigos. En él tenían cabida todos los seres humanos, en especial los más despreciados. El no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores y no pedía sacrificios, sino misericordia (Mt 9,13). Jesús practicaba y enseñaba a otros a practicar la lección más difícil: pasar haciendo el bien y perdonar. Lo suyo era amar y perdonar. Jesús prescribe a Pedro que perdone sempre (Mt 18,21). El perdón no es sólo una condición previa de la vida nueva, sino uno de sus elementos esenciales para el cristiano. El cristiano, para vencer el mal con el bien (Rm 12,21), debe perdonar siempre, y perdonar por amor, como Cristo (Col 3,13), como su Padre (Ef 4,32).

El perdón de Dios está condicionado al que nosotros ejercemos. En cierta ocasión Abraham Lincoln estaba hablando bien de sus adversarios y críticos. Una anciana le preguntó:

–¿Cómo puede usted expresarse amablemente de sus enemigos en lugar de destruirlos?

–Señora, respondió él. ¿Acaso no los destruyo al convertirlos en amigos?

“La vida –decía Goethe– nos enseña a ser menos rigurosos con los demás que con nosotros mismos”. Y en este aprendizaje debemos aprender de nuestros errores, pero es bueno olvidar las heridas, como lo hace nuestro Padre.

Marcos 11,25 presenta la misericordia fraterna como una buena disposición previa al perdón de Dios. Es necesario perdonar para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestras culpas (Mc 11,25). El perdón fraterno aparece aquí como condición esencial previa para obtener el perdón de Dios. Lucas va mucho más lejos, parece dar por supuesto que cuando pedimos perdón al Señor hemos perdonado previamente a todos. Así decimos al Padre que perdone nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende (Lc 11,4). Realmente somos nosotros los que al perdonar ponemos la medida del perdón, pues con la misma medida que midamos, se nos medirá (Lc 6,36-38). Y hay que usar una buena medida para excusar los pecados de cada día, esos que van carcomiendo toda clase de amor. Éste muere, a menudo, por las continuas desatenciones, olvidos, genio, egoísmo.

San Pablo presenta el perdón como una consecuencia del perdón divino e invita a perdonar, (Col 3,13), a ser benignos y misericordiosos (Ef 4,32) y a que la puesta del sol no sorprenda en el enojo (Ef 4,26).

Pedro pone como norma de conducta el no devolver mal por mal ni insulto por insulto; antes, al contrario, manda bendecir y amar siempre.