sábado, 28 de mayo de 2016

El tener engendra violencia.




Una anciana falleció y fue llevada por los ángeles ante el Tribunal. El juez descubrió que aquella mujer no había realizado un solo acto de caridad, a excepción de cierta ocasión en que había dado una zanahoria a un mendigo famélico.

Sin embargo, se decretó que la mujer fuera llevada al cielo por el poder de aquella zanahoria. Se llevó la zanahoria al tribunal y le fue entregada a la mujer. En el momento en que ella tomó en su mano la zanahoria, ésta empezó a subir como si una cuerda invisible tirara de ella, llevándose consigo a la mujer hacia el cielo.

Entonces apareció un mendigo que se agarró a la orla del vestido de la mujer y fue elevado junto con ella; una tercera persona se agarró al pie del mendigo y también se vio transportado. Pronto se formó una larga hilera de personas que eran llevadas al cielo por aquella zanahoria.

Siguieron subiendo hasta llegar prácticamente a las puertas del cielo. Entonces la mujer miró hacia abajo para echar una última ojeada a la tierra, y vio toda aquella hilera de personas detrás de ella. Aquello la indignó y, haciendo un imperioso además con su mano, gritó: “¡Fuera!¡Fuera todos de ahí! ¡Esta zanahoria es mía!”

Pero, al hacer aquel imperioso gesto, soltó la zanahoria por un momento…y se precipitó con todos hacia abajo.

Hay un solo motivo de todos los males de la tierra: “¡Esto me pertenece!”


Anthony de Mello



Francisco de Asís, el santo hermanado con la pobreza, sabía bien que toda propiedad encierra un potencial de violencia.

Un día le preguntó el Obispo Guido:

Francisco, ¿por qué no quieres admitir algunas propiedades para tus hermanos? Una Orden o Congregación necesita tenerlas.

Si tuviéramos propiedades necesitaríamos armas para defenderlas, respondió Francisco.

Bien entendía Francisco que la persona es capaz de pisotear herir y matar por defender lo suyo.

Se puede entrar en el cielo con la zanahoria, pero permitiendo que los otros puedan agarrarse a ella.

Quien se apropia y se apega a los suyo, defenderá violentamente hasta sus propias ideas, y cuando se sienta amenazado en su prestigio, se volverá vengativo y amenazador.

“En un sentido positivo, la no violencia significa un máximo de amor, una caridad perfecta. Si soy no violento, tengo que amar a mi enemigo. Me parece inconcebible una enemistad perpetua entre los hombres. Y es que la tolerancia es inherente a la no violencia.

Uno deja de ser no violento si se atreve a engañar a los demás en los negocios bajo el impulso del odio, de la cobardía y del miedo.

Se puede asegurar que un conflicto se ha solucionado según los principios de la no violencia, si no deja ningún rencor entre los enemigos y los convierte en amigos.

Para defenderse no es necesario tener la fuerza de matar. Más valdría tener la fuerza de morir!. 

(Gandhi).

sábado, 21 de mayo de 2016

El avariento.






Un hombre muy avaro determinó vender cuanto poseía, convertirlo todo en oro y enterrarlo en un sitio oculto. Iba diariamente el tal avaro a visitar su tesoro, pero habiéndolo observado un vecino suyo, lo desenterró y se lo llevó. El desconsuelo del avariento no tuvo igual al ver que le habían robado, y comenzó a llorar y arrancarse los cabellos. Enterado otro hombre de la causa de su dolor le dijo:

¿De qué te servía un tesoro oculto? Coloca una piedra en su lugar, figúrate que es oro, y te servirá tanto como el tesoro verdadero del que nunca usabas.

¿De qué sirve poseer una cosa, si de ella no se disfruta?


Esopo



Gozarse en las cosas, idolatrarlas, adorarlas, poner el corazón en ellas, es ser esclavo y no tener nada. Quien de esta manera se comporta, dice San Juan de la Cruz, “no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído el corazón; por lo cual como cautivo, pena” (Subida al Monte Carmelo lb. 3 cap. 20 nº 3).

Pena y sufre el avaricioso, ya que no puede verse nunca harto. No halla el avaro con qué apagar su sed.

La avaricia ciega e impide ver al otro. Muchos no reparan en los medios y métodos de enriquecerse aun a costa de los demás.

Es miserable el que se enriquece a costa del otro, pero no tiene perdón quien lo hace a base del sudor del pobre y no se compadece de sus necesidades.

Decía Santa Teresa:

“Decir a un regalado y rico que es la voluntad de Dios que tenga cuenta con moderar su plato para que coman otros, siquiera pan, que mueren de hambre, sacarán mil razones para no entender esto sino a su propósito” (Camino de Perfección 33.1)

Cuando no hay sensibilidad en el corazón, sobran razones y argumentos para justificar lo que nunca puede ser voluntad de Dios: que otros mueran de hambre.

“A la avaricia se debe que los graneros de unos pocos están llenos de trigo y el estómago de muchos vacío.

Que la elevación de los precios sea peor que la falta de productos. Por ella (la avaricia) viene el fraude, la rapiña, los pleitos y la guerra.

Todos los días busca el lucro a costa de los gemidos ajenos, y se ha convertido la confiscación de los bienes en una industria. El apetito de los bienes ajenos urge con argumentos apasionados, so pretexto de defensa propia. Así argumentan:

Para que lo tenga algún indefenso o algún inocente y lo pierda según las leyes, mejor es que lo disfrutemos nosotros, lo cual es peor que toda violencia, porque aquello que se arrebata por la fuerza alguna vez puede recobrarse, pero lo que se quita con el amparo de la Ley, no.

Gloríese quien quiera de esta injusticia, pero sepa que es el más miserable de los hombres quien se enriquece con la miseria ajena” (San Zenón de Verona)

viernes, 13 de mayo de 2016

Diamantes en bruto




Los plateros hacen obras de arte con la plata. Cuando uno quiere conseguir una buena bandeja de plata la tiene que pulir hasta que en ella se pueda ver el rostro del platero y del comprador.
Cada uno de nosotros es plata, oro, diamante, pero en bruto. Si queremos que los demás vean el rostro de Dios y el nuestro, tendremos que labrarnos, pulirnos o, mejor dicho, dejar que el Señor nos labre y nos saque brillo.
Dios quiere formar parte de nuestra vida y desea ardientemente que crezcamos en su conocimiento y amor. Para crecer en Jesús necesitamos dejar vía libre al Espíritu, “no extinguir el Espíritu”(1 Ts 5,19), “no entristecer al Espíritu” (Ef 4,30), “permanecer llenos del Espíritu” (Ef 5,18).
El crecimiento en la vida espiritual se ve en la práctica. Por los frutos conocemos los árboles. Por los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, generosidad, comprensión, fidelidad, bondad, mansedumbre y dominio propio (Gá 5,22-23), veremos la vida del Espíritu en nosotros. A medida que éstos crecen y echan raíces en la persona, se alejan, como por arte de magia, idolatrías, impurezas, odios, discordias, iras, envidias, divisiones... (Gá 5,19-21).
Hay dos maneras de pensar en el ser humano: con la mentalidad de Dios o con la mentalidad del mundo; vida del espíritu o vida de la carne. No es fácil separar la tiniebla de la luz. La gracia y el pecado forman parte de nuestra existencia. Pero a medida que uno u otro predomine, se viva en Dios o en el mundo, así surgirán las obras.
Dios lo penetra todo, lo invade todo. Y cuando entra, su gracia va transformando al ser humano. De un ser egoísta, atado al dinero y al placer, se pasa a depender de Dios y a vivir para los demás, a tener entrañas de misericordia para con los necesitados, a sembrar justicia, paz y bondad en los ambientes.
Para nosotros, seres terrenos, es imposible vivir la vida de Dios sin su gracia. Pero todo es posible para Él y para quien cree y ha puesto su confianza en el Padre. Es necesario, pues, creer en el Señor más que en los criterios mundanos, dejarse llevar por Él y no por la corriente del mundo, vivir con Él y de Él. Cristiano es aquel que deja a Dios ser Dios, aquél que permite vivir a Cristo para poder decir como Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20). Y cuando vive Cristo en nosotros, los rostros de Dios y del prójimo se hacen visibles y cercanos.
Los cristianos no sólo hemos de seguir a Jesús, sino que hemos de vivir la vida de Jesús. El Espíritu es “dador de vida”, nos transforma en Cristo y nos da el poder de “nacer de nuevo” cada día.    


sábado, 7 de mayo de 2016

Tolo lo alcanza.



“La paciencia es bien amarga, decía Rousseau, pero su fruto es muy dulce” Joseph Addison, poeta y ensayista inglés, relató un sueño que tuvo relacionado con un personaje de la mitología griega. En su sueño escuchó a Júpiter proclamar que todos los mortales deberían traer sus penas y calamidades y amontonarlas en una inmensa llanura. Toda la humanidad se encaminó en una fila larga e interminable. Cada hombre depositó su carga, real o imaginable. Se hizo una montaña que llegaba a los cielos. Luego Júpiter les dio libertad a todos para intercambiar sus penas y retornar a la vida de antes. Entonces se formó una gran confusión porque cada hombre tenía interés en llevar una carga que fuese más liviana. Pero ninguno lo consiguió. Apareció el hada de la paciencia. Posó sus manos sobre las cargas de cada hombre y empezaron a sentir un gran alivio. Se les hacían más llevaderas. Así se fueron por el mundo, satisfechos cada uno con su carga. Eran las mismas, pero la paciencia las había aliviado.

Miguel Limardo


No son las cuestiones filosóficas y los interrogantes que presenta el más allá los que pensionan a nuestra masa humana. No. Son más bien los problemas de cada día los que desgastan los nervios y acaban con la paciencia y la poca esperanza que quedaba.

Cada persona está interesada en llevar una carga más liviana, sin conseguirlo, pues más bien va aumentando y disminuyendo las fuerzas. ¿Cómo aliviar las penas, el peso que se arrastra?

La solución parece mágica por lo sencilla que es. “Basta poner los ojos en Dios, no en lo que se lleva, ya que no da Dios más de lo que se puede sufrir, y da su Majestad primero la paciencia”.(Santa Teresa, Moradas Sextas 1.6). Dios da la paciencia como regalo, y ésta todo lo alcanza, pero cuando se tiene a Dios como única esperanza, ya que el puede colmar todas las aspiraciones del ser humano.

Nade te turbe
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta
Sólo Dios basta.

(Santa Teresa de Jesús, Poesía)