sábado, 29 de octubre de 2016

Abrirse a Dios.




   Un sabio japonés, conocido por la sabiduría de sus doctrinas, recibió la visita de un profesor universitario que había ido a verlo para preguntarle sobre su pensamiento.
  El sabio sirvió el té, llenó la taza de su huésped y después continuó echando, con expresión serena y sonriente.
  El profesor miró desbordarse el té, tan estupefacto, que no lograba explicarse una distracción tan contraria a las normas de la buena crianza; pero, a un cierto punto, no pudo contenerse más.
 “¡Está llena! ¡Ya no cabe más!”
“Como esta taza, dijo el sabio imperturbable, tú estás lleno de tu cultura, de tus opiniones y conjeturas eruditas y complejas. ¿Cómo puedo hablarte de mí doctrina, que sólo es comprensible a los ánimos sencillos y abiertos, si antes no vacías la taza?” (Cuento japonés).

   “¡Está llena! ¡Ya no cabe más!”
 Como la taza, así estaba lleno el sabio de cultura, opiniones…La doctrina sólo es comprensible a los que se vacían, a los abiertos de corazón.
Solamente los sencillos, los vacíos de todo y abiertos al Todo pueden comprender a Dios, y aceptarlo como su tesoro. Para que Dios pueda penetrar en la mente y el corazón del ser humano, necesita éste tres actitudes fundamentales: humildad de corazón, escucharlo y dejar que Él actúe.
La humildad de corazón es una actitud indispensable para que Dios pueda entrar en el corazón humano. “Dios resiste a los soberbios, y a los humildes, en cambio, les da su gracia” (St, 4,6). La persona que abre su ser al Señor, lo reconoce como único dueño y dador de vida, fuente de todo lo bueno, santo y perfecto. Es el Dios que obra conforme a su beneplácito (Fl 2,13).
Dios es el Dios de los humildes. Sólo los humildes pueden llegar hasta Él en actitud de escucha. “Escuche quien quiera escuchar” (Ex 3,27). “Quien tenga oídos entienda” (Mt 13,9).
Dios nos habla de mil modos y maneras, pero nos habla, sobre todo, y una vez por todas, en Cristo. “Este es mi Hijo predilecto, en el cual me complazco. Escúchenlo” (Mt 17,5). Escuchar es estar bien alerta, atentos y despiertos.
 Dejar ser a Dios, dejarle actuar. Cada cristiano debe dejar que Dios se manifieste libremente, que Él sea lo que es: Luz, Fuerza, Salvación…Dios es el primero que toma la iniciativa en la historia de la salvación y Él es el que la realiza. Él es el principal agente y el principal amante. Dios se entrega del todo y quisiera que el ser humano dejase paso a su obra, que colaborara con Él. El papel de la criatura es dejar paso al Creador.
 La Virgen María representa el modelo perfecto de la persona abierta siempre a Dios, dispuesta a que Él haga su voluntad. Ella es la oyente de la Palabra. Está siempre pronta a la escucha y atenta al mensaje que se le da. “Hágase en mí según su palabra” (Lc 1,38), es su respuesta. Y la Palabra se hizo carne en sus entrañas. María acogió a Dios y le dejó que Él actuara, que fuera Él mismo.
  Cristo está a la puerta de cada corazón humano y llama (Ap 3,20) para que se le abra y Él pueda actuar como salvador.

sábado, 22 de octubre de 2016

Ocho días de camino.




   Cuenta P. de Marchi en su precioso libro, “Era una Señora más brillante que el Sol”, que había pasado toda la noche oyendo confesiones. Aquello no se acababa…Ya de día llega el último penitente. Es un joven de unos veinticinco años. Está descalzo y parece cansado. Le confiesa, y al notar que se levanta con gran dificultad le pregunta:

   “¿Viene usted de muy lejos?”

   “Si, señor. Casi trescientos kilómetros, ocho días de camino”. “¿Pero no lo habrá hecho usted a pie?”

   “Si, señor, todo el viaje. Mi esposa y yo habíamos hecho una promesa y hemos venido a cumplirla. Tenemos una niña que nació ciega. Los médicos dijeron que jamás vería, pero empezamos una novena a la virgen para que la curase. Todas las noches poníamos unas gotas de agua de Fátima en sus ojos…Yo doy un grito llamando a mi esposa: “María, ven, que la niña ve, que está curada, la Virgen ha curado a nuestra hijita”…Y aquí estamos, padre, para  agradecer a la Virgen este milagro” (P. de Marchi)



   Muchos son los peregrinos que cada año van rumbo a Fátima, Lourdes, Monte Carmelo, en busca de un encuentro de fe con Jesús a través de la Madre para pedirle, para agradecer tantos milagros que por su mediación maternal acontecen cada día en la vida.

   María, también fue peregrina en la fe. El Concilio dice que María “avanzó en la peregrinación de la fe y conservó fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz” (LG 58). Vivió en condiciones de peregrina, con confianza total se abandonó al Señor y, guiada por Él, caminó siempre hacia delante sin saber adónde iba. En todo momento cree y espera. Acoge a Cristo y a sus paisanos con una total disponibilidad de servicio, porque tenía un corazón de pobre. Su prima Isabel ve en ella a la creyente y por eso la felicita: “¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.

   María vive unida a Cristo durante toda su vida, hasta llegar con Él a la cruz. El dolor del hijo se hace dolor para la madre. Está presente cuando llega la hora decisiva y, desde la cruz, colabora y se hace madre de todos los redimidos. Dios se sirve de Ella para “hacer grandes cosas”, para colaborar con su Hijo en la obra de la salvación.

   No es de extrañar que los enfermos, los cansados de caminar, los que necesitan una luz para sus vidas, quieran caminar desde lejanas tierras para acercarse a estos santuarios de fe, de amor y de paz. No es de extrañar que María, la madre de todos, en especial de los necesitados, esté junto a las vidas rotas de tantas personas, como estuvo junto a su Hijo. “Ella sigue con sus ojos misericordiosos” a todos los peregrinos que acuden a ella invocándola en momentos difíciles.

sábado, 15 de octubre de 2016

Murió por sus enemigos




   En cierta ocasión Abraham Lincoln estaba hablando bien de sus adversarios y críticos.    

  Una anciana le preguntó:

¿Cómo puede usted expresarse amablemente de sus enemigos en lugar de destruirlos?”

“Señora, respondió él. ¿Acaso no los destruyo al convertirlos en amigos?”

    Sólo un corazón grande puede perdonar, tener misericordia, dar la vida por los otros. Así era el corazón de Jesús. No sólo hablaba bien de sus adversarios y críticos, sino que dio la vida por todos, inclusive por sus enemigos. En Él tenían cabida todos, en especial los publicanos.  El no vino a “llamar a los justos, sino a los pecadores” y no pedía sacrificios, sino misericordia (Mt 9.13).

   Jesús manifiesta con su vida la predilección de Dios por los desheredados. El se identifica con el último, el oprimido. “cuanto hicieron a uno de estos más pequeños a mí me lo hicieron” (Mt 25,40).

   Su vida hay que leerla en clave de servicio. “El Hijo del Hombre ha venido no para ser servido, sino para servir y dar su vida para rescate de muchos” (Mt 20.28). El supo tener palabras alentadoras para el cansado (Is 50,4); la caña quebrada no la partió, y la mecha mortecina no la apagó (Is 42,3). Jesús es señalado por el Padre como el que cumple la misión de Siervo (Mt 3,16-17), sin poder, obediente a la voluntad del Padre. Por amor se despojó de su condición divina para asumir nuestra condición humana hasta llegar a una muerte de cruz (Flp 2, 6-11, Rm 8,3).

   “El discípulo no es más que el maestro, todo buen discípulo será como su maestro” (Lc 6.40). Quien quiera seguir a Jesús ha de comportarse como hizo El, negarse a sí mismo, abrir su corazón al hermano, tomar la cruz y dar la vida siempre (Mt 16,24).

   Quien trabaja en el Reino de Jesús tendrá que:

-       aceptar el amor y perdón incondicional de Dios,
-       vivir en la filiación divina y en la hermandad humana,
-       transformar el mundo personal y social;
-       luchar contra toda clase de pecado y sus consecuencias: injusticias, guerras, hambre…

   ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
   ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
     Que a mi puerta cubierto de rocío,
     Pasas las noches del invierno oscuras?
     Oye, Pastor que por amor mueres,
     No te espante el rigor de mis pecados,
    Pues tan amigo de rendidos eres,
    Espera pues, y escucha mis cuidados.
    Pero ¿cómo te digo que esperes?
    Si estás para esperar los pies clavados?”  (Lope de Vega).

sábado, 8 de octubre de 2016

Los problemas básicos


En el Japón hay piedras cerca de un templo en la ciudad de Kyoto. Según la tradición, allí hay quince piedras de distintos tamaños, que simbolizan los problemas básicos de la humanidad. Cada visitante elige cuales son. Lo curioso es que las piedras están ordenadas de tal modo que no se pueden ver todas al mismo tiempo.

“Es imposible ver todas las piedras al mismo tiempo”, es imposible abarcar todas las dificultades que surgen a lo largo de la vida. Todos los problemas básicos de la humanidad los podemos englobar bajo la palabra cruz.

La cruz no ha sido un invento del cristianismo; es un hecho de nuestra condición humana. Por el simple hecho de ser vivientes, nos acompaña a cualquier edad, en los trabajos, en la convivencia. Otras, son producto del pecado: droga, dinero, juego, placer, envidia, poder, fama…

La cruz en sí misma no tiene ningún valor, inclusive es negativa y destructora. Ella nos habla del poder del mal. Este es fuerte y aparece persistente en forma de violencia, injusticia, materialismo y miseria. Muchos sufren todo este tipo de cruces y quisieran acabar con el mal para transformar la historia y lo único que pueden percibir, es una total impotencia ante los tentáculos del mal organizado.

Además de las cruces que nos vienen por nuestra condición humana y por el pecado, hay otras que son consecuencia del ser cristiano. La cruz cristiana es el precio que hay que pagar por la conversión de renuncia a vivir “según la carne” (Mt 18,8). La fidelidad al reino de Dios conlleva la cruz de Cristo.

La Iglesia y el cristiano deben caminar por el mismo camino que Cristo, es decir, por el camino del servicio y del amor. “Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino; …así también, la Iglesia, aunque necesita de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y abnegación, también con su ejemplo” (LG 8).

La cruz cristiana encierra una fuerza redentora. Para Juan de la Cruz no es sencillamente sufrimiento, sino gloria de Dios anticipada. En ella triunfa Jesús y desde entonces se ha convertido en signo de salvación Todo aquel que la mira con ojos de fe y ve en ella a Jesús, podrá tener la misma actitud de los apóstoles en las horas de prueba: “Ellos se fueron contentos de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús” (Hch 5.41).

La cruz que debemos cargar, es la que brota del amor. Tenemos que ser, pues, cirineos para poder aliviar los sufrimientos y cargas de los otros.