Cuenta Martín Descalzo que
una de sus hermanas trataba de explicar a uno de sus sobrinos –que tenía
entonces seis años– lo que Jesús nos había querido en su pasión, y le explicaba
que había muerto por salvarnos. Y queriendo que el pequeño sacara una lección
de esta generosidad de Cristo, le preguntó: «Y tú ¿qué serías capaz de hacer por Jesús,
serías capaz de morir por él?». El sobrino se quedó pensativo y, al
cabo de unos segundos, respondió: «Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí.»
Los discípulos estaban
reunidos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. No
acababan de creer, ni siquiera después de ciertas señales y testimonios; todos
sus sueños se habían venido abajo y de ellos se había apoderado la desesperanza
y el desencanto. Y en esa situación entró Jesús irradiando alegría, seguridad y
paz; pero Tomás no estaba con ellos y para creer exigía pruebas irrefutables,
exactas y verificables. Sin embargo, al poder ver y tocar las llagas del
Resucitado, se vuelve dócil, creyente, orante y confiesa: «¡Señor mío y Dios mío!».
Pablo nos transmite lo que
él mismo recibió: «En primer lugar os transmití lo que
a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras;
que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras»
(1 Co 15,3-5). Este es el credo fundamental del cristiano. Este texto no es
paulino, se lo da a los corintios habiéndolo recibido él de la Iglesia-Madre.
La sepultura es la
confirmación de la muerte real de Jesús. La tumba vacía es un lugar de
encuentro con Jesús, sin Jesús presente.
El verbo es «ver»: se dejó ver,
se apareció; la visión es recibida. En la fe cristiana se tiene conciencia
de que Jesús resucitado tiene un movimiento de darse a reconocer. Las
experiencias de ver a Jesús son un hecho temporal y que fundan la fe.
Con el Domingo de
Resurrección comienza el tiempo de Pascua, en el que la Iglesia nos invita a la
alegría y a la esperanza, pues, repetiremos mil veces: El Dios que resucitó a
Jesús nos resucitará a nosotros.
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