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ES BUENO ESCUCHAR SIEMPRE
Oimos, pero no escuchamos.Escuchar es distinto de oír. Oímos ruidos,
palabras y lo hacemos sin que intervenga nuestra voluntad. Oímos sin querer. El
escuchar es un acto consciente, voluntario y libre. Escuchar no quiere decir no
hablar; escuchar es algo más que estar callados. Con frecuencia escuchamos sin
oír, del mismo modo que también oímos sin escuchar. Escuchamos sin oír cuando
queremos confirmar nuestras ideas en lo que dicen los demás. Por querer
escuchar algo preciso, se obstaculiza el simple oír.
A medida que amamos a una persona, la
escuchamos con benevolencia, ya que la palabra y el silencio sirven al amor. El
nivel más profundo de comunicación se realiza por medio del amor, pues el amor
une; cuando detestamos a alguien, no lo escuchamos y si podemos herirlo con
nuestra palabra y silencio, lo hacemos y nos quedamos tan tranquilos.
En nuestras relaciones humanas y divinas
oímos, pero escuchamos menos. ¿Cómo restaurar, pues, en nosotros la doble
capacidad de oír y escuchar?
Escuchar a Dios. Dios está continuamente
dando señales de vida, y lo nuestro debe ser el estar como un centinela o un
radar para captar su presencia. El Señor se complace en aquellos que escuchan
su palabra y les colma de bendiciones, da vida al alma, y establece su morada
en medio de su pueblo. Escuchar a Dios: esa es la fuente de la felicidad y la
vida. Para escuchar a Dios hay que hacerlo en el momento presente en que
vivimos y hay que llevar lo que se escucha a la vida.
Quien es de Dios escucha a Dios y al ser hijo
de Dios se ha de escuchar al pobre, al huérfano y al necesitado. Escuchar la
voz del Señor es no endurecer el corazón. Quien escucha al Señor encontrará
vida en su alma .Todo el que es de Dios escucha sus palabras y las pone en
práctica. Todo el que pertenece a la verdad escucha su voz. Quien quiera tener
vida deberá vivir a la escucha de todo lo que sale de la boca de Dios; en
actitud de escucha a Dios debe permanecer quien pretenda seguir sus caminos.
La escuchar a Dios ha
de ser en el aquí y en el ahora, ya que él habla en la historia. “La escucha de
la palabra hay que hacerla, por consiguiente, ‘hoy’. No en otro momento ni en
otro día. La escucha no admite dilaciones. Dios me está hablando en todo
momento. Tengo que escuchar. Hay urgencia en el hoy de Dios. Hoy quiere
dialogar conmigo y salvarme, hoy me ofrece su vida y amistad” (V. Barragán
Mata). La respuesta será escuchar lo que dice el Señor, acoger su palabra y
grabarla en el corazón. En esta actitud han de caminar los que tratan de
discernir y seguir la voluntad de Dios. Hay que escuchar a Dios en nuestro hoy
y en nuestra historia. Lo suyo es hablar, lo nuestro es escuchar. Debemos
escucharle en todo momento y en todo lugar. Y si escuchamos a Dios, debemos
también escuchar al otro, al hermano y a nosotros.
Escuchar al corazón y con el corazón. El corazón es el lugar de la
confianza, una confianza que puede llamarse fe, esperanza o amor. Para escuchar
a Dios y a los otros es necesario el ayuno del corazón. Confucio dice que “el
objetivo del ayuno es la unidad interior… El ayuno del corazón vacía las facultades,
te libera de las limitaciones y de las preocupaciones. El ayuno del corazón da
a luz la unidad y la libertad... La ventana no es más que un agujero en la
pared, pero gracias a ella todo el cuarto está lleno de luz. Así, cuando las
facultades están vacías, el corazón se llena de luz”.
Vivimos
con nuestra cabeza: pensamientos, ideas, preocupaciones. Una cabeza llena de
trabajo acaba por rendirse. Hay que vivir desde el corazón, que es el centro de
la persona, lugar del encuentro conmigo mismo, con los demás y con Dios.
Son
muchas las dificultades que encontramos para escuchar a Dios y a los otros.
Entre ellas está la prisa. En la historia de M. Ende, Momo, se describe una sociedad enfermando progresivamente por falta
de tiempo. El antídoto está encarnado por Momo, quien tiene la capacidad de
escucha, la acogida, el juego…
“Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente
tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o
preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente
estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto
miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de
repente cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban
en él”.