Cada año el rey
liberaba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años de monarca, él
mismo quiso ir a la prisión. Cada uno de los encarcelados preparó
su discurso de defensa.
Majestad, - dijo el
primero – yo soy inocente. Un enemigo me acusó falsamente, y por
eso estoy en la cárcel.
A mí – añadió
otro – me confundieron con un asesino, pero yo jamás he matado a
nadie.
El Juez me condenó
injustamente, dijo un tercero.
Así todos y cada uno
manifestaban a rey por qué razón merecían la gracia de ser
liberados.
Había un hombre en
un rincón, que no se acercaba, y entonces le preguntó el rey:
Tú ¿Por qué estás
aquí?
Porque maté a un
hombre, majestad. Soy un asesino.
¿Y por qué lo
mataste?
Porque yo estaba muy
violento en esos momentos.
Y ¿Por qué te
violentaste?
Porque no tengo
dominio sobre mi coraje.
Pasó un momento de
silencio mientras el rey decidía.
Entonces tomó el
cetro y dijo al asesino que acababa de interrogar.
Tú sales de la
cárcel.
Pero, majestad –
replicó el primer ministro- ¿acaso no parecen más justos
cualquiera de los otros?
Precisamente por eso.
–respondió el rey – saco a este malvado de la cárcel para que
no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos.
El único pecado que
no puede ser perdonado es el que no reconocemos. Es necesario
confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces
tratamos de aparentar.
José H. Prado Flores
“Quizá el mayor
pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han
empezado a perder el sentido del pecado” (Pío XII). Parece
que el pecado está superado, pasado de moda. Son muchas las causas
que influyen en esta crisis de pecado, especialmente la
secularización y el poner en duda la efectividad de la libertad
humana…
No hay buena Nueva allí
donde no existe el perdón de los pecados y no puede haber indulto de
ninguna clase si la persona no se reconoce pecadora y no lo solicita.
“Los hombres (mujeres) que no se consideran pecadores no existen
para la Redención, pues su redención consiste ante todo en que
reconozcan ser pecadores” (Guardini)
Muchos no reconocen su
pecado, se pasan el tiempo averiguando y viendo faltas en los otros;
así la culpa será siempre de los demás…¡Es grande la ceguera,
el engaño en el que están sumidas estas personas!.
San Juan, en el
evangelio, presenta el pecado como el rechazo de la luz. Sin luz no
hay conocimiento y se camina a tientas, a oscuras. El que comete el
pecado, mata y engaña (Jn 8.44) y construye un reino basado
en el odio y la mentira.
Frente al pecado, bien
individual, bien colectivo, aparece Jesús, sin pecado, luz en la que
no hay tinieblas (Jn 1.15), verdad pura sin mentira (Jn.
1.4). El viene a salvar a los pecadores, a sacarles de la cárcel
de la muerte y de la esclavitud, a darles poder para “dejar la
camilla” y caminar. Sólo pone una condición: reconocerse pecador.
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