Un joven estudiante deseaba bailar con una joven muy bella, pero
necesitaba una rosa roja para poder realizar sus sueños. No la
encontraba, mas un ruiseñor que sabía de sus deseos se prestó
voluntariamente a conseguirla a cambio de su corazón.
El ruiseñor voló al rosal de rosas blancas y colocó su pecho
contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón, y el sintió
en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor más impetuoso salía su canto,
porque cantaba al amor sublimado por la muerte, el amor que no
termina en la tumba.
Y una rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron
a batir.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna que le
oyó, olvidándose de la aurora, se detuvo en el cielo.
La rosa roja lo oyó. Tembló toda ella de arrobamiento y abrió
sus pétalos al aire frío del alba.
Mira, mira, gritó el rosal, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió: yacía muerto en las altas
hierbas con el corazón traspasado de espinas.
Y el estudiante pudo gozar de la rosa roja y llevársela a su
amor.
Pero la joven la despreció, porque había recibido unas joyas.
Oscar Wilde
Un ruiseñor rubricó con su sangre el amor que sentía por el
joven. Su vida cambió el color de la rosa.
Amar y ser amado es una necesidad muy profunda de cualquier ser
humano. Cuando amamos, no solamente cambiamos el color de los demás,
sino que les ayudamos a crecer, a desarrollarse, a realizarse.
El verdadero amor se da, se entrega, no se guarda para sí mismo.
Quien ama sabe que no puede existir un servicio generoso sin
sacrificio de la misma vida.
En el corazón humano hay grandes tesoros. Es necesario
descubrirlos. El mayor de todos, sin duda, es el del amor, pero hay
que aprender a amar. “O los hombres aprenden a amarse, y el hombre
se decide a vivir para el hombre, o perecerán todos. Todos juntos. A
nuestro mundo no le queda otra alternativa: amarse o desaparecer. Hay
que elegir de inmediato y para siempre” (R. Follereau).
Vivimos en un mundo fascinante y aterrador al mismo tiempo.
Progresamos científicamente, pero nuestros corazones envejecen y no
sienten. Necesitan un transplante divino que nos haga más humanos,
parecidos al corazón del ruiseñor.
“Cuando esté duro mi corazón y reseco, baja a mi como un
chubasco de misericordia.
Cuando la gracia de la vida me haya perdido, ven a mí con un
estallido de canciones.
Cuando la gracia de la vida se me haya perdido, ven a mí con un más
allá, ven a mí, Señor del silencio, con tu paz y tu sosiego.
Cuando mi pordiosero corazón esté acurrucado cobardemente en un
rincón, rompe tú mi puerta, Rey mío, y entra en mí con la
ceremonia de un rey.
Cuando el deseo ciegue mi entendimiento con polvo y engaño,
¡vigilante santo, ven con tu trueno y tu resplandor!” (R.
Tagore).
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