Hay que tener “valor” para matar a su padre, ¿no? ¿Se puede
esperar algo de una persona así? Purgó su pecado. Soñó, eso si,
con la libertad, con una vida de suerte y comodidades…Pero, ¡ay!,
una vez libre se carece de libertad para vivir como uno quiere, y a
veces hasta para vivir “a secas”. No tenía amigos, no encontraba
trabajo, su salud estaba quebrantada. ¿A rodar por las calles, a
mendigar o asaltar? “¿Para esto pasar lo que pasé en la cárcel?
¿Para esto esperar…tanto? La vida no valía la pena para él, y
decidió quitársela. Allí yacía, bañado en sangre, hasta con
“mala suerte” para eso… ¡No murió! Un ángel de su persona y
de la sociedad, un joven, como si averiguara lo que podría llegar a
ser ese suicida, le llevó a un cura, al abbé Pierre, célebre por
su dedicación a los marginados. Este, sin más medios de ayuda que
su corazón y su debilidad, se limitó a decirle esta frase cariñosa:
“Mire, amigo, no le puedo dar nada, no tengo nada; estoy enfermo y
me dedico a cuidar ancianos, abandonados, madres solteras…apenas
tengo quien me ayude… ¿Por qué no me echa usted una mano?”
Aquel suicida llegó a ser el cofundador, con el abbé Pierre, de los
Traperos de Emaús, extendidos por todo el mundo, arreglando
problemas de los más abandonados con los desechos (trapos,
chatarra…) de nuestra sociedad…
Alfonso Francia
Nadie es inútil en esta vida. Todos somos necesarios. A veces las
caídas más aparatosas, el verse hundido y sin salvación, es lo que
salva a mucha gente de vivir condenada a una rutina infructífera. La
conversión llega, a veces, desde el estiércol del olvido y de la
frustración. Y desde la muerte surgen miles de espigas, que sin
aquel grano de trigo hubieran quedado sin vida y sin fruto.
Para convertirse, para cambiar, es necesario escuchar. Escuchar es
algo más que oír. Es estar atento a la llamada de Dios y a la
llamada de los hermanos. Requiere una labor continua, limpiar,
espabilar el oído mañana tras mañana, como buen discípulo y poder
decir: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1Sam 3.10).
Saber escuchar a Dios cada día, educa el oído para escuchar a los
demás y viceversa.
Es necesario ver en los otros y en uno mismo la obra de Dios,
amarse, valorarse, sentirse feliz y descubrir el valor de la vida. La
persona tiene que sentirse feliz de ser ella misma y dar gracias a
Dios por su existencia y por ser tal como es. Cada persona
“representa algo nuevo, algo que antes nunca existió, algo
original y único. La tarea prevista de cada persona es la
actualización de ese carácter único, de sus potencialidades, nunca
antes dadas” (Martín Buber).
Al perder el sentido de la vida, el valor de sí mismo, al no
reconocerse uno como obra maestra de Dios y no escuchar las voces de
quienes nos piden que les echemos una mano, se cae fácilmente en el
tedio y la rutina, en la depresión y en la desesperación, llegando
a poner en duda el valor mismo de la vida. Descubrir que todos somos
necesarios en este caminar, llena de alegría el corazón y envuelve
a toda la persona en un gran deseo de gastar las fuerzas por la
construcción de un mundo mejor.
“Nadie es inútil en el mundo mientras pueda aliviar la carga de
sus semejantes” (Charles Dickens), mientras pueda aligerar
el peso del otro, mitigar sus necesidades, consolar al triste,
acompañar al solitario y vendar corazones desgarrados.
Dios es el que consuela, venda, sana, convierte, cambia, da la vida,
fe, amor, esperanza. El es el único que puede hacer los imposible;
pero cada persona puede ayudar a Dios a hacer que todo lo que el
hace, sea a través del canal y pobre instrumento humano. En este
sentido, todos somos necesarios.
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