Un
hombre mientras caminaba por el bosque, encontró un aguilucho. Se lo
llevó a su casa y lo puso en su corral. Allí aprendió a comer la
misma comida que los pollos y a conducirse como éstos. Un día, un
naturalista le preguntó al propietario por qué un águila tenía
que permanecer encerrada en el corral con los pollos.
Como
le he dado la misma comida que a los pollos y le he enseñado a ser
como un pollo, nunca ha aprendido a volar, respondió el propietario.
Se conduce como los pollos.
Sin
embargo, insistió el naturalista, tiene corazón de águila y con
toda seguridad, se le puede enseñar a volar.
Los
dos hombres convinieron en averiguar si era posible que el águila
volara. El naturalista la cogió en sus brazos suavemente y le dijo:
“Tú perteneces al cielo, no a la tierra. Abre las alas y vuela”.
El
águila sin embargo, estaba confusa; no sabía qué era y, al ver a
los pollos comiendo, saltó y se reunió con ellos de nuevo.
Sin
desanimarse, el naturalista llevó al águila al tejado de la casa y
le animó diciéndole: “Eres un águila. Abre las alas y vuela”.
Pero el águila tenía miedo y saltó una vez más en busca de la
comida de los pollos.
El
naturalista el tercer día, sacó el águila del corral y la llevó a
una montaña. Una vez allí, alzó al rey de las aves y le animó
diciendo: “Eres un águila. Eres un águila. Abre las alas y
vuela”.
El
águila miró alrededor, pero siguió sin volar. Entonces, el
naturalista la levantó directamente hacia el sol; el águila empezó
a temblar, a abrir lentamente las alas y, finalmente con un grito
triunfante, voló alejándose en el cielo.
Que
nadie sepa, el águila nunca ha vuelto a vivir vida de pollo. Siempre
fue un águila, pese a que fue mantenida y domesticada como un pollo.
James
Aggrey
“Tú
perteneces al cielo, no a la tierra. Abre las alas y vuela”. Era la
primera vez que oía estas palabras aquel aguilucho que toda la vida
había vivido como un pollo. El tenía corazón y alas de águila,
pero no lo sabía, porque desde pequeño había vivido como pollo y
nadie le había infundido corazón de águila. Hasta que un día
llegó alguien que le animó a volar y …todo resultó fácil.
El
cristiano es ciudadano del cielo. Tiene corazón de cielo, pero
muchas veces se ha acostumbrado a las cosas de la tierra. Tanto se le
ha pegado el polvo del camino, que se ha olvidado de que existe otra
patria, la definitiva. Por eso necesita de alguien que le ayude a
educar el corazón, para que éste pueda amar y dejarse guiar por la
luz divina.
“Siempre
ande deseando a Dios y aficionando a El su corazón”, decía San
Juan de la Cruz. Del deseo brota el amor, y según sea el amor, así
crecerá el cuidado y la dedicación por lo que se ama. Y si se busca
y se ama a Dios, todas las otras necesidades pasarán a un segundo
plano. Para amar a Dios se necesita dejar a un lado lo que va en
contra de ese amor, pues “los bienes inmensos de Dios no caben ni
caen sino en corazón vacío y solitario” (San
Juan de la Cruz, Carta a Leonor de San Gabriel, de 8 de Julio de
1589).
“Tú
perteneces al cielo, no a la tierra.” Abre tu corazón al señor y
vuela. Todos hemos sido creados para volar, para dar un salto más
alto, más bajo, con más o menos miedo, porque se nos ha dado un
corazón para volar.
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