sábado, 5 de marzo de 2016

Una palabra lo mató.


Jacques era alguien a quien casi todo le había ido bien en la vida, como suele decirse: hijo de familia adinerada, poseía una buena cultura y no tenía problemas en su futuro. Sólo tenía un problema: era jorobado.

La suya era una joroba graciosa que incitaba más a la broma que al desprecio. Y cuando Jacques caminaba por la calle no podía dejar de percibir las miradas de la gente, unas miradas irónicas que a él se le clavaban como puñales. Los niños le gritaban: “¡Cheposo, cheposito!” Los mayores, entre cariñosos y crueles, le decían: “déjanos tocarte, nos darás suerte”. Y entonces, Jacques se escabullía o se encerraba en su casa. Para llorar. Porque se daba cuenta de que en este mundo para poder vivir cómodamente entre los demás hay que ser como los demás. Porque en el mundo no hay sitio para los que son distintos.

Hace días, Jacques se cansó de su soledad. Compró en una farmacia un tubo de tranquilizantes. Quería dormir, dormir, dormir. Y olvidarse de su joroba.

Pero como Jacques no odiaba a quienes tan larga y lentamente le estaban asesinando con sus miradas, quiso que su desgracia no fuera del todo inútil. Se acercó a un hospital y donó sus ojos. Para que, al menos, al descender él a las tinieblas, pudiera darse luz a un ciego. Para que de su desesperación naciera una esperanza. Para devolver bien con sus ojos a un mundo que, con sus ojos, tanto le habían acosado.


José L. Martín Descalzo


A Jacques todo le sonreía en la vida, menos su joroba. A causa de ella, las miradas burlonas de la gente y, sobre todo, sus palabras, le arrancaron del alma la poca vida que le quedaba. A Jacques le mataron las miradas y las palabras desaprensivas.

La palabra mata o da vida, destruye o crea, divide o une. Nuestras palabras humanas son contrarias a las de Dios. El creó y nosotros destruimos. Vivimos en una especia de antagonismo frente a Dios. Por eso el ser humano afirma contra la voluntad de Dios:

Posea yo todo el poder en el cielo y en la tierra. Haya gran división entre los pueblos. Reunamos nuestras fortunas y creemos instrumentos para defendernos.

Fabriquemos armas que puedan destruir grandes multitudes. Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza.

“Así acabó el ser humano con el cielo y con la tierra. Y la tierra volvió a ser un mundo vacío y sin orden” (C.E.P.).

Si queremos llenar nuestro mundo de vida, tenemos que acoger la Palabra que es “espíritu y vida” (Jn.6.63), para que haya luz, agua, cielo, tierra y amor. Entonces nuestra palabra será constructiva, no destructiva y llegará a todos los corazones.

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