Jacques
era alguien a quien casi todo le había ido bien en la vida, como
suele decirse: hijo de familia adinerada, poseía una buena cultura y
no tenía problemas en su futuro. Sólo tenía un problema: era
jorobado.
La
suya era una joroba graciosa que incitaba más a la broma que al
desprecio. Y cuando Jacques caminaba por la calle no podía dejar de
percibir las miradas de la gente, unas miradas irónicas que a él se
le clavaban como puñales. Los niños le gritaban: “¡Cheposo,
cheposito!” Los mayores, entre cariñosos y crueles, le decían:
“déjanos tocarte, nos darás suerte”. Y entonces, Jacques se
escabullía o se encerraba en su casa. Para llorar. Porque se daba
cuenta de que en este mundo para poder vivir cómodamente entre los
demás hay que ser como los demás. Porque en el mundo no hay sitio
para los que son distintos.
Hace
días, Jacques se cansó de su soledad. Compró en una farmacia un
tubo de tranquilizantes. Quería dormir, dormir, dormir. Y olvidarse
de su joroba.
Pero
como Jacques no odiaba a quienes tan larga y lentamente le estaban
asesinando con sus miradas, quiso que su desgracia no fuera del todo
inútil. Se acercó a un hospital y donó sus ojos. Para que, al
menos, al descender él a las tinieblas, pudiera darse luz a un
ciego. Para que de su desesperación naciera una esperanza. Para
devolver bien con sus ojos a un mundo que, con sus ojos, tanto le
habían acosado.
José
L. Martín Descalzo
A
Jacques todo le sonreía en la vida, menos su joroba. A causa de
ella, las miradas burlonas de la gente y, sobre todo, sus palabras,
le arrancaron del alma la poca vida que le quedaba. A Jacques le
mataron las miradas y las palabras desaprensivas.
La
palabra mata o da vida, destruye o crea, divide o une. Nuestras
palabras humanas son contrarias a las de Dios. El creó y nosotros
destruimos. Vivimos en una especia de antagonismo frente a Dios. Por
eso el ser humano afirma contra la voluntad de Dios:
Posea
yo todo el poder en el cielo y en la tierra. Haya gran división
entre los pueblos. Reunamos nuestras fortunas y creemos instrumentos
para defendernos.
Fabriquemos
armas que puedan destruir grandes multitudes. Hagamos a Dios a
nuestra imagen y semejanza.
“Así
acabó el ser humano con el cielo y con la tierra. Y la tierra volvió
a ser un mundo vacío y sin orden” (C.E.P.).
Si
queremos llenar nuestro mundo de vida, tenemos que acoger la Palabra
que es “espíritu y vida” (Jn.6.63),
para que haya luz, agua, cielo, tierra y amor. Entonces nuestra
palabra será constructiva, no destructiva y llegará a todos los
corazones.
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