Los plateros hacen obras de arte con la plata. Cuando uno quiere conseguir una buena bandeja de plata la tiene que pulir hasta que en ella se pueda ver el rostro del platero y del comprador.
Cada uno de nosotros es plata, oro, diamante, pero en bruto. Si queremos que los demás vean el rostro de Dios y el nuestro, tendremos que labrarnos, pulirnos o, mejor dicho, dejar que el Señor nos labre y nos saque brillo.
Dios quiere formar parte de nuestra vida y desea ardientemente que crezcamos en su conocimiento y amor. Para crecer en Jesús necesitamos dejar vía libre al Espíritu, “no extinguir el Espíritu”(1 Ts 5,19), “no entristecer al Espíritu” (Ef 4,30), “permanecer llenos del Espíritu” (Ef 5,18).
El crecimiento en la vida espiritual se ve en la práctica. Por los frutos conocemos los árboles. Por los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, generosidad, comprensión, fidelidad, bondad, mansedumbre y dominio propio (Gá 5,22-23), veremos la vida del Espíritu en nosotros. A medida que éstos crecen y echan raíces en la persona, se alejan, como por arte de magia, idolatrías, impurezas, odios, discordias, iras, envidias, divisiones... (Gá 5,19-21).
Hay dos maneras de pensar en el ser humano: con la mentalidad de Dios o con la mentalidad del mundo; vida del espíritu o vida de la carne. No es fácil separar la tiniebla de la luz. La gracia y el pecado forman parte de nuestra existencia. Pero a medida que uno u otro predomine, se viva en Dios o en el mundo, así surgirán las obras.
Dios lo penetra todo, lo invade todo. Y cuando entra, su gracia va transformando al ser humano. De un ser egoísta, atado al dinero y al placer, se pasa a depender de Dios y a vivir para los demás, a tener entrañas de misericordia para con los necesitados, a sembrar justicia, paz y bondad en los ambientes.
Para nosotros, seres terrenos, es imposible vivir la vida de Dios sin su gracia. Pero todo es posible para Él y para quien cree y ha puesto su confianza en el Padre. Es necesario, pues, creer en el Señor más que en los criterios mundanos, dejarse llevar por Él y no por la corriente del mundo, vivir con Él y de Él. Cristiano es aquel que deja a Dios ser Dios, aquél que permite vivir a Cristo para poder decir como Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20). Y cuando vive Cristo en nosotros, los rostros de Dios y del prójimo se hacen visibles y cercanos.
Los cristianos no sólo hemos de seguir a Jesús, sino que hemos de vivir la vida de Jesús. El Espíritu es “dador de vida”, nos transforma en Cristo y nos da el poder de “nacer de nuevo” cada día.
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