Un
hombre muy avaro determinó vender cuanto poseía, convertirlo todo
en oro y enterrarlo en un sitio oculto. Iba diariamente el tal avaro
a visitar su tesoro, pero habiéndolo observado un vecino suyo, lo
desenterró y se lo llevó. El desconsuelo del avariento no tuvo
igual al ver que le habían robado, y comenzó a llorar y arrancarse
los cabellos. Enterado otro hombre de la causa de su dolor le dijo:
¿De
qué te servía un tesoro oculto? Coloca una piedra en su lugar,
figúrate que es oro, y te servirá tanto como el tesoro verdadero
del que nunca usabas.
¿De
qué sirve poseer una cosa, si de ella no se disfruta?
Esopo
Gozarse
en las cosas, idolatrarlas, adorarlas, poner el corazón en ellas, es
ser esclavo y no tener nada. Quien de esta manera se comporta, dice
San Juan de la Cruz, “no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen
poseído el corazón; por lo cual como cautivo, pena” (Subida
al Monte Carmelo lb. 3 cap. 20 nº 3).
Pena
y sufre el avaricioso, ya que no puede verse nunca harto. No halla
el avaro con qué apagar su sed.
La
avaricia ciega e impide ver al otro. Muchos no reparan en los medios
y métodos de enriquecerse aun a costa de los demás.
Es
miserable el que se enriquece a costa del otro, pero no tiene perdón
quien lo hace a base del sudor del pobre y no se compadece de sus
necesidades.
Decía
Santa Teresa:
“Decir
a un regalado y rico que es la voluntad de Dios que tenga cuenta con
moderar su plato para que coman otros, siquiera pan, que mueren de
hambre, sacarán mil razones para no entender esto sino a su
propósito” (Camino
de Perfección 33.1)
Cuando
no hay sensibilidad en el corazón, sobran razones y argumentos para
justificar lo que nunca puede ser voluntad de Dios: que otros mueran
de hambre.
“A
la avaricia se debe que los graneros de unos pocos están llenos de
trigo y el estómago de muchos vacío.
Que
la elevación de los precios sea peor que la falta de productos. Por
ella (la avaricia) viene el fraude, la rapiña, los pleitos y la
guerra.
Todos
los días busca el lucro a costa de los gemidos ajenos, y se ha
convertido la confiscación de los bienes en una industria. El
apetito de los bienes ajenos urge con argumentos apasionados, so
pretexto de defensa propia. Así argumentan:
Para
que lo tenga algún indefenso o algún inocente y lo pierda según
las leyes, mejor es que lo disfrutemos nosotros, lo cual es peor que
toda violencia, porque aquello que se arrebata por la fuerza alguna
vez puede recobrarse, pero lo que se quita con el amparo de la Ley,
no.
Gloríese
quien quiera de esta injusticia, pero sepa que es el más miserable
de los hombres quien se enriquece con la miseria ajena” (San
Zenón de Verona)
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