Todos tenemos experiencias de que, en momentos
difíciles, de dolor, desorientación, tristeza, alguien nos ha sabido
comprender, porque nos amaba, y que con su conversación, con su palabra cálida
nos transmitía paz, serenidad, nueva ilusión, ganas de vivir y mejorar la
propia vida, así como ayudar la existencia de los demás.
Cada día tenemos pequeñas resurrecciones y éstas
ocurren cuando pasamos de horas bajas a un tiempo de esperanza, cuando
aprendemos a aceptar a los otros y a nosotros mismos, cuando, en medio de las dificultades,
encontramos paz y alegría interior.
Resucitar es permitir que reine el amor en nuestra
vida, y no el odio; se nos dijo que el amor es fuerte como la muerte; ahora
sabemos que el amor es más fuerte que la muerte. Nada ni nadie nos puede
separar del amor de Cristo y de los demás, si es que amamos de verdad. Si Dios
es amor, ¿cómo no va a ser el amor lo más fuerte? ¡A Dios no se le muere nadie!
Si Dios me ama, nada ni nadie me separará de su amor; él me ama con amor eterno
(Is 54,8), que traspasa los tiempos y supera las muertes.
Jesús se hace presente en medio del miedo de sus
discípulos; los discípulos pensaban que los judíos les harían e ellos lo que le
habían hecho a Jesús. Jesús encuentra a los apóstoles encerrados. Tiene un gran
valor simbólico subrayar que estaban «con las puertas cerradas», todavía ocho
días después: quiere decir que cuesta abrirle las puertas al Señor. Parece que
las hemos abierto una vez, pero después las volvemos a cerrar. A pesar de que
Jesús ha resucitado, cuesta desprenderse del miedo y de la tristeza.
Muchos cristianos parecen pensar –como dice Evely– que, tras
la Cuaresma y la Semana Santa, los cristianos ya nos hemos ganado unas buenas
vacaciones espirituales. Y si nos dicen: «Cristo ha resucitado»; pensamos:
«¡Qué bien! Ya descansa en los cielos». Lo hemos jubilado con una pensión por
los servicios prestados. Ya no tenemos nada que hacer con él. Necesitó que le
acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué vamos a acompañarle en sus alegrías? Y,
sin embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos de la resurrección,
mensajeros de gozo. La fe en la resurrección lleva consigo el vivir en alegría
y a aceptar a los demás como son. Esta alegría pascual impulsa al
creyente a perdonar y acoger a todos los hombres, incluso a los enemigos.
Confesar a Jesús resucitado es creer que
la vida vence a la muerte, que el verdugo no triunfa sobre la víctima, que lo
último no es el vacío o la nada, sino la plenitud, que la muerte no conduce al
absurdo, sino al hogar del Padre. Cristo seguirá resucitando cada vez que nos
amamos, cada vez que compartimos con el otro, cada vez que perdonamos y
disculpamos, cada vez que sembramos alegrías y esperanzas. Él quiere que
tengamos su gozo, que nuestra tristeza se convierta en alegría. Si le amamos,
nuestra alegría será completa.
La alegría es un fruto del espíritu y nace de creer
en el Resucitado, en la fuerza de Dios, que salvó a su Hijo de quedarse en el
sepulcro para siempre. Si Cristo ha resucitado, si es algo vivo, podrá llenar
de alegría la existencia de todo ser humano. Él es el tesoro por el que se
vende todo lo que se tiene; la causa de la alegría de todos aquellos que creen
en el Amor y en la Vida.
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