El caso de los pájaros que no
podían volar:
Había
una enorme pajarera que contenía varios pájaros. Su puerta estaba abierta, a
fin de que éstos pudieran salir volando y emigrar.
Pero
algunos de los pájaros estaban atados con cordeles, y no podían volar. La
manera de hacerlo, era deshaciendo el nudo del cordel con el pico, pero esos
pájaros no querían hacer ese esfuerzo; en cambio, tiraban del cordel tratando
de volar, y el cordel se hacía más tenso y se anudaba más, y en vez de volar,
se trababan más y más.
Había
otros que no tenían ninguna atadura que les impidiera volar, pero estaban
fascinados con las cosas que había en la pajarera. Uno estaba pegado a un plato
de comida; otro a un espejito en que podía mirarse; otro a un columpio en el
que se balanceaba continuamente.
Su
fascinación por todas esas cosas, que en sí no tenían nada de malas, les hacía
olvidar de dónde venían y a dónde iban, y les impedía volar y emigrar.
Segundo Galilea
Es necesario saber de dónde se viene
y a dónde se va para poder volar. Para verse libre de todas las ataduras,
jaulas o cárceles, es necesario sentirse atraído por Dios; caer en la cuenta de
que El es amor que libera y que da fuerza para romper todas las ligaduras.
“Conocerán la verdad y la verdad les
hará libres” (Jn. 8.32), Las
esclavitudes, normalmente, provienen de caminar en la mentira y de la ceguera
de la conciencia.
En determinadas ocasiones somos
conscientes de lo que nos amarra, sabemos a la perfección qué grosor tiene el
cordel o el hilo al que estamos sujetos; pero nos falta amor o fuerza para
determinarnos a romperlo.
Cuando sufrimos de ceguera, es peor
la enfermedad, pues creyendo que estamos libres, nunca podremos liberarnos de
la mentira que nos envuelve, entretenidos y fascinados por las cosas que
traemos entre manos y hay en nuestra “jaula”.
La mentira y la ceguera van juntas,
y las dos impiden ver la luz, amar la verdad y poder soñar con un mundo donde
se respire libertad.
“Dios nos libre de tan malos
embarazos, que tan dulces y sabrosas libertades estorban” (San Juan de la Cruz, a las Carmelitas de Beas, de 18 de noviembre de
1586).
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