El pastor anglicano Douglas Walstall visitó en cierta ocasión al
papa Juan XXIII y esperaba mantener con él una “profunda”
conversación ecuménica. Pero se encontró con que el pontífice de
lo que tenía ganas era simplemente de “charlar” y a los pocos
minutos, le confesó que allí, en el Vaticano, “se aburría un
poco”, sobre todo por las tardes. Las mañanas se las llenaban las
audiencias. Pero muchas tardes no sabía muy bien qué hacer. “Allá
en Venecia – confesaba el papa – siempre tenía bastantes cosas
pendientes o me iba a pasear. Aquí, la mayoría de los asuntos ya me
los traen resueltos los cardenales y yo sólo tengo que firmar. Y en
cuanto a pasear, casi no me dejan. O tengo que salir con todo un
cortejo que pone en vilo a toda la ciudad. ¿Sabe entonces lo que
hago? Tomo estos prismáticos – señaló a los que tenía sobre la
mesa – y me pongo a ver desde la ventana, una por una, las cúpulas
de las iglesias de Roma. Pienso que alrededor de cada iglesia hay
gente que es feliz y otra que sufre; ancianos solos y parejas de
jóvenes alegres. También gente amargada o pisoteada. Entonces me
pongo a pensar en ellos y pido a Dios que bendiga su felicidad o
consuele su dolor”
El pastor Walstall salió seguro de haber recibido la mejor
lección ecuménica imaginable, porque acababa de descubrir lo que es
una vida dedicada al amor.
José L. Martín Descalzo
Le resultaba fácil a Juan XXIII mirar con los prismáticos y
acercarse a todos, porque poseía un gran amor.
El amor acerca a las personas y suprime todo tipo de barreras,
lenguas, razas. La visión, para que sea verdadera, tiene que estar
conectada con el corazón para poder enfocar bien. El desenfoque
puede venir por la distancia. Dios está demasiado lejos y no le
vemos, y el hermano está demasiado cerca y lo vemos demasiado. Como
quiera, siempre habrá disculpas.
Nos acerca a los otros el corazón, el tener la misericordia del
Padre muy dentro de nosotros, ya que todos somos hijos de Dios (Jn
4.7) y por lo tanto debemos ser hermanos. Juan XXIII era todo
misericordia. Comprendía el noventa por ciento de las flaquezas de
los humanos. Lo que no tenía disculpa a simple vista, se lo dejaba a
Dios. Todo lo hacía desde el amor y con amor. Si hablaba, gritaba,
miraba y abría la puerta de la Iglesia para los que se sentían
extraños, era por su gran bondad y mansedumbre. Pasó haciendo el
bien sobre la tierra, sin mirar a quién, sin tener en cuenta
ideologías ni creencias. Para los de cerca y para los de lejos fue
un padre: El Papa bueno. “El alma enamorada es alma blanda, mansa,
humilde y paciente.” (Dichos de Luz y Amor, 33). Estas
palabras de San Juan de la Cruz, se pueden aplicar muy bien al alma
de nuestro Papa. Como era humilde, supo fijarse en los que sufrían
de soledad. Como era paciente, sabía vivir el momento presente,
dejando para su turno lo que tocase. Como era manso, a su lado
brotaba la felicidad. Como era blando y dulce, como su enorme
humanidad, en él chocaban todas las iras y los planes de los
soberbios.
Al Papa Juan, le resolvían los problemas los cardenales y Dios. El
sólo se preocupaba de ser cercano a todos para poder, simplemente,
amar.
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