Un hombre tenía muchos deseos de hacer felices a los demás. Le
pidió a Dios que le diera algo de su Poder. Dios le dio poder, y el
hombre empezó a cambiar la vida de los demás. Pero ni el hombre ni
los demás encontraron la felicidad.
Entonces le pidió a Dios que le diera algo de su amor. Dios le
dio amor, y el hombre empezó a querer a los demás, y a respetarlos
como eran. Y el hombre y los demás descubrieron la felicidad.
Segundo Galilea
Respetar y amar a los otros, aunque ellos no lo hagan. Esta parecía
ser la máxima de Martin L. King. Por eso pudo decir: “Pueden hacer
lo que quieran…meternos en las cárceles…lanzar bombas contra
nuestras casas. Amenazar a nuestros hijos y, por difícil que sea,
les amaremos también”.
Martin L. King, porque amaba a la raza humana de cualquier clase y
color, soñaba con un mundo donde fuese posible el amor que él
tenía. Un mundo donde reinase la fraternidad, donde cada persona
respetase el valor y dignidad del otro, donde a base de fe se
pudieran transformar los límites de la desesperación. Aquel día
será un día glorioso, “los luceros del alba cantarán unidos y
los hijos de Dios exultarán de alegría”.
King no dejó dinero, ni comodidades, ni lujos de vida, pero fue un
heraldo de paz, de justicia, de amor. Trató siempre de amar a
alguien de servirlo como el sabía. Su vida y su lucha no fueron
inútiles, ya que se emplearon en querer a los demás “ y en
respetarlos como ellos eran”.
“En esto hemos conocido lo que es el Amor: en que El dio su vida
por nosotros (1 Jn.3.16).
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