Estaba
pacíficamente sentado un derviche a la orilla de un río, cuando un
transeúnte que pasó por allí, al ver la parte posterior de su
cuello desnudo no pudo resistir la tentación de darle un sonoro
golpe. Y quedó encantado del sonido que su golpe había producido en
el cuello del derviche, pero éste se dolía del escozor y se levantó
para devolverle el golpe.
“Espera
un momento”, dijo el agresor. “Puedes devolverme el golpe si
quieres, pero responde primero a la pregunta que quiero hacerte: ¿Qué
es lo que ha producido el ruido: mi mano o tu cuello?
Y
replicó el derviche: “Responde tú mismo. A mí, el dolor no me
permite teorizar. Tú puedes hacerlo porque no sientes lo mismo que
yo”.
Anthony
de Mello
El
dolor, cualquier clase de sufrimiento, no permite teorizar. El que
sufre, o se queda en silencio o grita. La Biblia nos muestra al
pueblo gritando ante el faraón para obtener el pan, y los profetas
siguen gritando contra los tiranos.
Jesús
anunció a sus discípulos que El mismo tenía que sufrir: “El Hijo
del Hombre debe sufrir mucho” (Mc
8.31).
Desde pequeño se familiarizó con el dolor. Sufrió a causa de la
muchedumbre incrédula, fue desechado por los suyos, conoció la
negación de Pedro y la traición del otro discípulo. Pero fue en la
pasión donde se concentró todo el sufrimiento, hasta sentirse
abandonado por su Padre Dios (M.
27.46).
El “Siervo de Yahvé” sudó sangre y suplicó con lágrimas en
los ojos que el Padre le apartase el cáliz.
La
humanidad sigue sufriendo. La cruz sigue siendo para muchos
escándalo, locura maldición. El dolor es un misterio que no exige
explicación o comprensión, sino aceptación.
El
cristiano tiene que encajar las contrariedades, las cruces, como el
Maestro. El papel de los cristianos no es comer, sino ser comidos
(Bernanós).
Es la finalidad del trigo y la de todo creyente, para que haya fruto
en abundancia.
Al
que sufre, no se le hacen preguntas. No. Hay que solidarizarse con él
y compartir el dolor como muestra de que se ha acercado uno también
al Otro: a Dios.
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