Un
cuento Sufi:
Un
hombre a quien se consideraba muerto fue llevado por sus amigos para
ser enterrado. Cuando el féretro estaba a punto de ser introducido
en la tumba, el hombre revivió inopinadamente y comenzó a golpear
la tapa del féretro.
Abrieron
el féretro y el hombre se incorporó. “¿Qué estáis haciendo?”
dijo a los sorprendidos asistentes. “Estoy vivo. No he muerto”
Sus
palabras fueron acogidas con asombrado silencio. Al fin, uno de los
deudos acertó a hablar: “Amigo, tanto los médicos como los
sacerdotes han certificado que habías muerto. Y ¿cómo van a
haberse equivocado los expertos?”
Así
pues, volvieron a atornillar la tapa del féretro y lo enterraron
debidamente.
Anthony
de Mello
Los
expertos no dan su brazo a torcer. Son esclavos de sus conocimientos
y de su orgullo. Se empeñan en definir, dogmatizar; pero aunque
repartan certificados sobre la honra o buen comportamiento, se
equivocan fácilmente, pues sólo hablan de memoria, juzgan por
apariencias y no saben leer lo que hay en los corazones.
¿Cómo
juzgarían los expertos a Manolita Chen, nacida varón pero mujer de
inclinación? Ella adoptó una niña subnormal que no podía vivir
más de seis meses, pues no quería que muriese sin cariño. Lo mismo
hizo una prostituta: recogió a dos niñas que estaban en la calle.
Jesús
preguntó a una mujer que era acusada, ¿nadie te ha condenado? Ella
respondió: Nadie, Señor. Jesús le dijo: tampoco yo te condeno (Jn
8.11).
No
juzgar, no condenar, “porque tendrá un juicio sin misericordia el
que no tuvo misericordia” (St.
2.13).
“Mi juez es el Señor. Así que no juzguen nada antes de tiempo”
(1
Cor. 2.4).
No
juzgar antes de tiempo, no condenar por las apariencias, no repartir
certificados de defunción, es ser un experto en misericordia, en
haber aceptado a Dios como único juez de nuestras vidas.
“Es
mejor encender una luz que maldecir la oscuridad”
(Madre
Teresa de Calcuta).
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