Un
hombre era dueño de un hermoso jardín donde los niños se
encontraban a sus anchas para correr y saltar. Pero éste era un
hombre de corazón duro. Le dolía que los niños disfrutasen de la
belleza de su jardín. Esto fue lo que hizo: lo rodeó de una pared
muy alta para que los niños no pudiesen entrar. Pero sucedió que
cuando las plantas dejaron de escuchar las risas de los niños
dejaron también de florecer. Se secó el follaje de los árboles. El
invierno se prolongó como nunca antes lo recordaba y parecía que la
primavera no volvería jamás. El hombre se sentía muy triste, como
si una gran pena anegase su corazón. Las noticias de lo sucedido
llegaron a un hombre muy sabio de la comarca. Vino donde él y le
dijo: Tengo un solo consejo que darte y si lo sigues tu jardín
volverá a lucir como antes. El hombre repuso: Escucho tu consejo y
lo seguiré de inmediato. Este fue el consejo: Derriba las paredes y
deja que los niños jueguen.
Miguel
Limardo
Necesitamos
de la risa, de la sonrisa, de la alegría para poder florecer, para
poder dar fruto. Ortega y Gasset habla de esos hombres “que cuando
pierden la alegría, el alma se retira a un rincón del cuerpo y allí
hace su cubil”.
Todo
lo que va matando la inocencia: odios, egoísmos, envidias, va
carcomiendo y endureciendo el corazón. Entonces muere la ilusión,
el deseo de vivir y se va adueñando del alma una gran pena que
enturbia el cielo más despejado.
Será
necesario, pues derribar todas las paredes que se han levantado a
nuestro derredor sin darnos cuenta o a sabiendas, pues toda muralla
nos impide acercarnos al mundo.
Necesitamos
de la sonrisa de un niño, porque a través de ella se nos asoma la
inocencia y el optimismo de Dios. Dios disipará el duro invierno y
hará que reine la eterna primavera en aquellos que tienen la suerte
de adobar cada día con una sonrisa.
“Quitando
el gozo y la alegría del campo fértil; en las viñas no cantarán
ni se regocijarán” (Is.
16.10)
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