La leyenda dorada de los padres del desierto cuenta la historia
de aquel viejo monje que todos los días debía cruzar un largo
arenal para ir a recoger la leña que necesitaba para el fuego. En
medio del arenal surgía un pequeño oasis en cuyo centro saltaba una
fuente de agua cristalina que mitigaba los sudores y la sed del
eremita. Hasta que un día el monje pensó que debía ofrecer a Dios
ese sacrificio: regalaría a Dios el sufrimiento de su sed. Y al
llegar la primera noche, tras su sacrificio, el monje descubrió con
gozo que en el cielo había aparecido una nueva estrella. Desde aquel
día el camino se le hizo más corto al monje.
Hasta que un día tocó al monje hacer su camino junto a un joven
novicio. El muchacho, cargado con los pesados haces de leña, sudaba
y sudaba. Y cuando vio la fuente no pudo reprimir un grito de
alegría; “Mire, padre, una fuente”. Cruzaron mil imágenes por
la mente del monje: si bebía, aquella noche la estrella no se
encendería en su cielo: pero si no bebía, tampoco el muchacho se
atrevería a hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se
inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso,
bebía y bebía también. Aquella noche Dios no estaría contento con
él y no se encendería su estrella.
Y al llegar la noche el monje apenas se atrevía a levantar los
ojos al cielo. Lo hizo, al fin, con la tristeza en el alma. Y sólo
entonces vio que aquella noche en el cielo se habían encendido no
una, sino dos estrellas.
José L. Martín Descalzo.
Dios ama más la misericordia que los sacrificios. Es más
importante vibrar con el hermano y hacerle feliz, que todas las
estrellas que puedan aparecer en el cielo.
Cuando James Calvert y sus compañeros se dirigían a las islas Fiji
para llevar el evangelio a sus moradores, el capitán del barco se
oponía diciéndoles: exponen su vida y las de sus compañeros yendo
a vivir entre esos antropófagos. Calvert respondió: “moriremos
antes de venir aquí”. Siempre que uno ama, no mira los riesgos ni
mide la vida.
Vivir es compartir en un amor oblativo todo lo que se tiene: tiempo,
mesa, techo, bienes. Ayudar a los otros a llevar las cargas con toda
humildad, dulzura y paciencia, soportándoles y aceptándoles como
son (Ef. 4.2), pues, de una vez por todas, se ha dado este
precepto:
“Ama y haz lo que quieras.
Si te callas, cállate por amor.
Si hablas, habla por amor.
Si corriges, corrige por amor.
Si perdonas, perdona por amor.
Mantén en el fondo de tu corazón la raíz del amor.
De esta raiz, no puede nacer más que el bien” (San Agustín).
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