Cierto hombre se interesó por conocer el
cristianismo, porque le habían dicho que era una religión que venía
de Dios. Pero tenía muchas dudas.
Fue a una Iglesia y le dieron el Evangelio para que lo leyera. Lo
leyó y se impresionó, pero luego observó que cristianos que él
conocía lo cumplían mal, y se quedó con sus dudas.
Volvió a la iglesia y fue invitado a participar en una liturgia
muy hermosa. Participó y quedó impresionado, pero hubo muchas cosas
que no entendía, y se quedó con sus dudas.
Volvió nuevamente y le dieron los documentos del último
Concilio. Los leyó y se impresionó; pero como había leído también
de los fallos de la Iglesia a través de la historia, tampoco se
convenció.
Desconcertado, no regresó a la Iglesia por mucho tiempo. Y un
buen día conoció a un santo y se familiarizó con él. Y quedó
impresionado, y de golpe entendió el Evangelio, y la liturgia, y la
Iglesia. Y se convirtió.
Segundo Galilea
Las doctrinas pasan, quienes las encarnan, no. Para ser santo, hay
que encontrarse con el Santo de los santos: Con Dios y hacerse uno
con El. A medida que se le encuentra, El “da más capacidad para
seguir buscándole” (San Agustín).
Estamos llamados a la santidad, a encontrarnos con Dios a través de
unas pistas o señales. El mejor camino para llegar a descubrir la
Buena Noticia de Dios (Mc 1.15), es Jesucristo. “No hay que perder
el tiempo buscando otros caminos, ya que el mismo camino ha venido
hasta ti, ¡levántate y anda!” (San Agustín). Todo el
daño, exclama Santa teresa, nos viene de no tener puestos los ojos
en El, “que si no mirásemos otra cosa sino el camino, pronto
llegaríamos; mas damos mil caídas y tropiezos, erramos el camino
por no poner los ojos…en el verdadero camino” (Camino de
Perfección 16.7).
Estas pistas, estas señales se pueden encontrar en cualquier lugar,
pero se necesitan ojos que sepan descubrirlas.
Por el amor se acerca, se adentra uno en Dios y, al mismo tiempo, se
pone la persona al servicio de los hermanos.
Dios mismo dará “gratuitamente del manantial del agua de la vida”
(Ap. 21.6) a todos los que confíen en El, a aquellos que
opten por la santidad. La única tristeza es la de no ser santo, o lo
que es lo mismo, no creer en el milagro del amor.
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