Un hombre tenía entres sus manos unas semillas. Las apretaba
fuertemente entre sus puños y se decía: “son mías y las voy a
retener para siempre”.
Otro hombre tenía también unas cuantas semillas y se decía:
“Son mías, pero me voy a desprender de ellas”. Cavó en la
tierra y las sembró.
Poco tiempo después, de las semillas sembradas aparecieron
primero unos pequeños tallos, luego hojas y después espigas y
granos.
El hombre que apretaba entre sus puños las semillas porque
quería retenerlas, fue poco a poco perdiéndolas, hasta que al fin
se quedó sin nada.
Miguel Limardo
Quien retiene en su mano la semilla de la vida, del bien, su mano se
convierte en un puño y ha perdido no solamente una mano, sino todo
el brazo. El desprenderse de las semillas, de los dones que se han
recibido, exige tener fe y vivir de esperanza. Para recoger el fruto
del trabajo se requiere mucha paciencia y generosidad, porque la
mayoría de las veces, otros comerán los frutos del árbol que se
sembró.
Cada uno tiene que descubrir los dones recibidos, pues cada persona
es un milagro de Dios, y ponerlos al servicio de los otros.
Un ejemplo de esto lo encontramos en San Camilo. Cuentan que era un
gigantón en cuerpo y en amor. Un día que caminaba con un novicio y
calentaba mucho, le dijo al joven: “Hermano, yo soy muy alto.
Camina detrás de mí, así te haré sombra y te libraré del sol.”
El amor no sólo calienta al otro cuando su alma está fría, sino
que incluso le refresca cuando necesita aire limpio y le da ánimo en
las horas de tormenta. El amor no está en la cantidad de lo que se
regala; basta un poco de sombra.
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