sábado, 21 de febrero de 2015

APRENDER A VIVIR



Un año más se termina y otro va a comenzar. Y, de alguna manera, repetimos dentro de nosotros: Año nuevo, vida nueva. Y ojala fuera así, que nos animáramos a vivir a tope, a descubrir todas las riquezas que hay dentro y fuera de nosotros.

Cuenta David Fischmanl que un padre, queriendo mostrar a su hijo la pobreza, lo llevó a la casa de una familia campesina. Al regresar le preguntó al niño: “¿Qué te pareció la pobreza?”. El niño respondió: “¿De qué pobreza hablas? Ellos tienen cuatro perros y yo tengo uno. Nuestra piscina llega sólo hasta la mitad del jardín; en cambio, ellos tienen un riachuelo que nunca termina. Nosotros tenemos lámparas importadas, ellos tienen estrellas. Nuestro patio llega hasta la pared del vecino, el de ellos termina en el horizonte. Ellos tienen tiempo para sentarse a conversar juntos; en cambio, tú y mamá tienen que trabajar todo el tiempo y nunca los veo”. El hijo finalmente añadió: “Gracias, papá, por mostrarme tanta riqueza”.

La verdadera riqueza la encontramos cuando somos felices y sabemos disfrutar con lo que somos y tenemos. Muchas veces se pretende conseguir la felicidad a base de una carrera de ascensos, de un excesivo trabajo para acumular dinero, de obtener títulos para ser respetado. No se vive el presente por enfocar todas las energías hacia un futuro de ensueños que nunca llega.

El ser humano ha nacido para vivir eternamente, pero se constata, por desgracia, que a muchos la vida se les va como en un suspiro. La vida y la muerte son eternas compañeras; aprendemos a vivir y a morir un poco desde el día que nacemos.

La persona puede vegetar o vivir. Decimos que vegetamos cuando solamente nos preocupamos de comer, trabajar, dormir... El ser humano es algo más: tiene entendimiento, puede pensar y, sobre todo, puede hacer el bien, amar.

Nunca aprendemos a saber vivir y saber morir. Pablo VI en una reflexión sobre la muerte decía: “¡Cómo me gustaría, al terminar mi vida, estar en la luz… Todo es don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría; y además… está el amor!”.

A cualquier edad se puede aprender a vivir con otra mirada, con otros valores. Para ello, antes de nada, es necesario ser conscientes de la realidad que se vive.

Es urgente que los padres enseñen a los hijos que la vida es algo más que el aire que respiramos, que la sangre que late en nuestro cuerpo. El niño necesita encontrar la vida plena, la verdadera, abrir su mente y su corazón al Dios de la vida para convivir en armonía con la naturaleza, las cosas y las personas. Por desgracia no son muchos los maestros que enseñan a vivir bien.

Las personas, por otra parte, acumulan recuerdos, sentimientos, estados de ánimo, temores, rencores, formas de convivencia agresivas que entorpecen la comunión y la participación comunitaria.

Hemos de aprender a vivir. Lo cotidiano es el escenario obligado. Para ello es importante saber manejar las emociones agradables o desagradables, disminuyendo éstas y aumentando las otras. El resultado será la paz, la alegría, la serenidad, la jovialidad.

“El Reino de Dios está dentro de ustedes” (Lc 17,21), es el tesoro escondido, la fuente de la felicidad y está al alcance de cada uno.

sábado, 7 de febrero de 2015

UN GESTO DE PAZ.


Dentro de nosotros se gesta la paz o la guerra, de nuestras actitudes y relaciones con los demás depende el futuro de la humanidad. La paz, como la vida, escuchamos con frecuencia, están gravemente amenazadas. El poder destructor de muchas naciones es enorme. El mundo está dividido, ricos y pobres, divisiones raciales, divisiones nacionales y culturales, las injusticias son enormes. La gravedad del momento exige una revolución de amor.

La paz es fruto de la justicia y del amor. Un gesto habla más que mil palabras y así se hace en el momento de la Eucaristía. Con el gesto de la paz nos preparamos para la comunión. Antes de recibir a Jesús nos damos unos a otros la paz. El gesto de la paz ha cambiado en la historia hasta llegar a su forma actual. Los primeros cristianos se daban en la celebración el famoso beso de la paz, del que habla San Pablo (Rm 16,16).

El Misal describe así la intención del gesto de paz: los fieles “imploran la paz y la unidad para la Iglesia y para toda la familia humana, y se expresan mutuamente la caridad antes de participar de un mismo pan”. ¿De qué paz se trata? José Aldazabal nos apunta que se trata de la paz de Cristo. Es la paz de Cristo. No una paz que conquistamos nosotros con nuestro esfuerzo, sino que nos concede el Señor. No es una paz humana, se trata de la paz de Cristo: “la paz os dejo, mi paz os doy”. La paz es, sobre todo, don del Espíritu.

Es un gesto de fraternidad cristiana y eucarística. Un gesto que nos hacemos unos a otros antes de atrevernos a acudir a la comunión: para recibir a Cristo nos debemos sentir hermanos y aceptarnos los unos a los otros. Vista así, la actitud de fraternidad en Cristo es el fruto principal de la Eucaristía. El que nos une en verdad –por encima de gustos, amistades e intereses– Cristo Jesús, que nos ha hecho el don de su Palabra y ahora el de su Cuerpo y su Sangre. La actitud de fraternidad se exige para la comunión y ésta nos lleva a compartir, pues aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque participamos de un mismo Pan.

Es una paz universal: sea quien sea el que está a nuestro lado –un anciano, un niño, un amigo, un desconocido– nuestra mano tendida y nuestra sonrisa es todo un símbolo de cómo entendemos la paz de Cristo. Cristo se entrega a todos por igual. Comulgar con Cristo conlleva comulgar con los otros y terminar con toda clase de barreras y divisiones.

Es una paz en construcción, nunca del todo conseguida. Los cristianos piden la paz, al mismo tiempo que se comprometen a ella como a una tarea. El darse la paz es más que un gesto, es un compromiso de buscar y trabajar por la paz. Jesús, el Príncipe de la Paz, ha venido a traernos la paz y a hacer de cada cristiano un instrumento de paz.

Amin Malouf, novelista libanés, apostaba, ya antes de caer las torres gemelas, por una “construcción multicultural de la identidad, configurada desde pertenencias múltiples”. Necesitaremos pasar de la agresividad a la convivencia y de la religiosidad de cruzada a la espiritualidad de reconciliación. Para ello es necesario unir oraciones, fuerzas y corazones para derribar muros y limar diferencias.

Hace unos años se reunieron en Asís unos cuantos líderes de distintas religiones para orar por la paz. Cada uno oró por separado y luego oraron todos juntos.

“Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá donde hay desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar” (san Francisco de Asís)

domingo, 1 de febrero de 2015

Nacidos para esperar .



La esperanza es connatural al ser humano. Los seres humanos necesitamos la esperanza para seguir viviendo. De ella echa mano el enfermo para luchar y curarse; el prisionero para hacer todo lo posible por salir de la esclavitud.

A pesar de todos los adelantos, el mundo parece un inmenso vacío donde la persona se siente sola y desamparada. Las falsas esperanzas nacen por todas partes y, como éstas no pueden llenar el corazón humano, surge un mundo sin esperanza. Las personas no esperan mucho de la sociedad, de los demás, de sí mismas. El mal humor, la tristeza se hacen cada vez más presentes, el cansancio se adueña del alma; desaparece la alegría y las personas no saben dónde encontrar fuerzas para vivir.

La falta de esperanza se manifiesta en una falta de confianza. Una sociedad sin esperanza es una sociedad sin futuro. Si matamos la esperanza de los débiles, de los marginados y los que no cuentan, enterramos la vida. El abrirnos a Dios y a los demás, los más desesperanzados, puede darnos energías para contagiar y sembrar esperanza. Dios nos ha regenerado por medio de la resurrección de Jesús a una esperanza viva.

Para que algo sea objeto de esperanza debe reunir cinco condiciones: que sea un bien, que sea necesario, que sea posible, que sea futuro y que sea difícil de conseguir. En todo momento tenemos que estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza (1 P 3, 15).

Alguien dijo que la «esperanza es el sueño de un hombre despierto». «La virtud que más me gusta, dice Dios, es la esperanza… Esa pequeña esperanza que parece una cosita de nada, esta pequeña niña esperanza inmortal». En estos conocidos versos de Charles Péguy nos mostraba a Dios sorprendido por la esperanza. No le resulta sorprendente a Dios la fe y la caridad. En la Biblia vemos cómo Dios espera en los seres humanos y a los que esperan en Él les brotan las fuerzas.

Cada día nace el anhelo de buscar un porvenir más humano y más justo. «Si no se espera, no se dará con lo inesperado», afirmaba Heráclito. Pero esta espera tiene que ser activa; la esperanza de los brazos cruzados no funciona. La esperanza cristiana se compromete a trabajar por un mundo más justo, más libre y más fraterno. Sin embargo, hay momentos en la existencia en que algunos repiten, como Israel: «Nuestra esperanza se ha destruido» (Ez 37, 11). Pero los profetas siguen anunciado paz, salvación, luz, redención. Israel «será saciado de bendiciones» (Jr 31, 14).

A muchos se les marchita la esperanza ante las dificultades de la vida. Sin embargo, hay otras personas que renacen de sus cenizas, esperando con gozo, paciencia y confianza. Hay una gran certeza y una gran dicha en el que espera (Tt 2, 13), apoyado en la seguridad de conseguir lo que anhela. Esperar supone tener paciencia y confianza. Somos amigos de la prisa, de la eficacia, de la impaciencia. Igual que el labrador tiene que aguardar pacientemente a que llegue el tiempo de recoger los frutos, así quien desea cosechar, tendrá que armarse de mucha paciencia para que los problemas puedan resolverse, para que el otro pueda crecer, para que uno mismo pueda cambiar.

Debemos, pues, sembrar esperanza, poner la esperanza al sol, al abrigo de la fe y del amor, lo mismo que se ponen ahora las plantas de exterior para que den fruto en primavera, para que crezcan. Debemos recuperar la esperanza robada por el miedo, por las tristezas, por los fracasos… Levantarse, ponerse en pie y dejar que Dios nos guíe, aunque el camino sea largo y empinado, y seguir soñando con los ojos abiertos.