sábado, 26 de marzo de 2016

VERDADERAMENTE HA RESUCITADO.



Cuenta Martín Descalzo  que una de sus hermanas trataba de explicar a uno de sus sobrinillos —que tenía entonces seis años— lo que Jesús nos había querido en su pasión, y le explicaba que había muerto por salvarnos. Y queriendo que el pequeño sacara una lección de esta generosidad de Cristo le preguntó: ¿Y tú qué serías capaz de hacer por Jesús, serías capaz de morir por él? El sobrinillo se quedó pensativo y, al cabo de unos segundos, respondió: Hombre, si sé que voy a resucitar al tercer día, sí.
El creyente sabe que va a resucitar. Es cierto que sobre la resurrección surgieron diversas interpretaciones desde los inicios del método histórico-crítico y del recurso a la razón moderna. Quiero, sencillamente, enumerar algunas posturas que son representativas de diversos métodos y presupuestos. Cito a los siguientes autores: Reimarus, Strauss, Bultmann, Pannenberg, W. Marxsen, Schillebeeck, Lüdemann, Dalfehrt.
Los discípulos estaban reunidos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. No acababan de creer, ni siquiera después de ciertas señales y testimonios; todos sus sueños se habían venido abajo y de ellos se había apoderado la desesperanza y el desencanto. Y en esa situación entró Jesús irradiando alegría, seguridad y paz; pero Tomás no estaba con ellos y para creer exigía pruebas irrefutables, exactas y verificables. Sin embargo al poder ver y tocar las llagas del Resucitado, se vuelve dócil, creyente,  orante y confiesa: ¡Señor mío y Dios mío!.
    Pablo nos transmite lo que él mismo recibió. En primer lugar os transmití lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día , según las Escrituras (1Co 15,3-5). Este es el credo fundamental del cristiano. Este texto no es paulino,  se lo da a los corintios habiéndolo recibido él de la Iglesia-Madre.
    Dios es el principal agente de la resurrección, ésta una acción de Dios sobre Jesús, es la suprema intervención de Dios en la historia y aparece como el último momento de la creación.  Es en Cristo donde Dios ofrece la salvación totalmente. Dios levantó a Jesús; es una acción recreadora de Dios que escapa de las posibilidades humanas.  En la resurrección aparece Jesús partícipe de la vida de Dios y es la experiencia pascual la que suscita una comunidad que da cuerpo simbólico o sacramental a Cristo; la resurrección crea una comunidad donde Cristo se sigue manifestando al mundo. El encuentro con Cristo resucitado, conlleva el dar vida a los que no la tienen. 
Los evangelistas cuando hablan de la resurrección de Jesús, afirman que se trata de una transformación presentando personas que conocieron bien a Jesús y no lo reconocen y describiendo a un Jesús que podía saltarse las leyes físicas (pasa a través de puertas cerradas y aparece y desaparece de repente).
Una fe sin obras, es una fe muerta; pero es baldía si no se cree en la resurrección. Si Cristo no resucitó, entonces nuestra predicación es baldía y baldía es vuestra fe (1Co 15, 14). Todos los escritos neotestamentarios hablan un mismo lenguaje: Dios ha resucitado a este Jesús, y de ello somos testigos todos nosotros (Hch 2,32). Es característica la antiquísima aclamación: Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón (Lc 24,34).
El creer que él resucitó, nos da fuerza para aceptar las muertes generadoras de vida. El Dios de Jesús ha resucitado a Jesús, era el grito de los primeros cristianos. Hoy siguen proclamando lo mismo: Cristo ha resucitado.
Después de la muerte del Señor los discípulos estaban desorientados, así lo demostraba su búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres; la fe en el resucitado, no brotó de manera natural y espontánea. Así lo busca María Magdalena, busca al crucificado en medio de tinieblas, lo busca en el sepulcro. Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida.

lunes, 21 de marzo de 2016

HAY CRUCES Y CRUCES…

Eusebio Gómez Navarro

Hay muchas clases de cruces. Hay cruces de oro, de plata, incluso para condecorar con ellas algún mérito. Hay cruces inevitables: la edad, el clima, la convivencia, el trabajo.
Hay cruces de competición, cuando la persona aguanta más que nadie.
Hay cruces que te imponen los otros, por su forma de ser, porque no se dan cuenta…
Está la cruz que acompaña a cada profesión y vocación, la del deber, la del matrimonio…
Está la cruz del que sufre con amor y ayuda a los otros a llevarla. Y está la del que se resiste a tomar la cruz y sufre a regañadientes.
Existe la tentación de buscar una cruz a la medida, que no pese y que no caiga grande. Siempre la cruz de los otros parece mucho más pequeña que la nuestra, por supuesto.
Sin la cruz es imposible comprender quién es Jesús. Seguirlo significa estar dispuesto a darse uno mismo, a ser el último, a beber el cáliz y cargar con la cruz. La verdad es que todos los que han estado cerca de Jesús han participado del Calvario... y les ha tocado alguna astilla de la gran cruz.
Es necesario permanecer creyentes en medio de los sufrimientos, porque “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Hch 14,22). La fe, la esperanza y el amor son los únicos medios que tenemos para descubrir el sentido y la sabiduría de la cruz y llevarla como tantos otros que han seguido a Jesús.
Las cruces abundan por doquier en las mil y una situaciones de la vida ordinaria de todos conocidas y por muchos experimentadas.
La Biblia nos habla del sufrimiento en personas concretas. Vamos a fijarnos, brevemente, en algunos aspectos de Job, de Jesús y de María.
Job era un hombre bueno, bendecido por Dios y agradecido por todo lo que acontecía. Grande era su paciencia para los males que le cayeron encima. Pero el peor de todos fue cuando veía que su cuerpo se caía a pedazos. Entonces se sintió sólo y abandonado y llegó a maldecir el día en que vio la luz del sol.
Jesús, el bueno, el inocente, cargó con nuestros sufrimientos. Él fue en todo semejante al ser humano, menos en el pecado; no buscó ni quiso el sufrimiento, ni para sí, ni para los otros. No podía soportar el sufrimiento de los demás y trató de borrarlo. Jesús sufre por querer suprimir el mal. Es la actuación del enviado a anunciar a los pobres la buena noticia (Lc 4,18). En él se encarna el amor infinito del Padre a todo ser humano.
A todo el mundo le llega la hora, esa hora amarga, de oscuridad, de sudor frío, de muerte. Le llegó a Jesús y la verdad es que nadie esperaba aquel fin. Y en medio de aquel espantoso dolor Jesús grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Sal 22,1). Noche y día clamaba a su Dios y no encontraba ninguna respuesta. Se cumplía lo que dice el salmo 22: Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Pero también es cierto que a toda persona le llega un momento de luz para poder proclamar desde el dolor: “Dios me ha visitado”.
María acompañó a su hijo en todos los momentos de su vida. Lo había traído al mundo y lo había criado con dolor. Fueron muchas las espinas que se clavaron en su cuerpo. La última espada, la más dolorosa sin duda, fue la de permanecer de pie junto a la cruz.
En estos días de Semana Santa desfilarán muchas cruces por nuestras calles. Llevar la cruz un día, no cuesta; más pesada resulta la que nos toca a cada uno. Dios nos da su gracia para poder aceptarla, o por lo menos, ofrecerla.

sábado, 19 de marzo de 2016

Vivían unidos.


En África es conocida esta fábula. Cuéntase que un día, un elefante con su larga trompa, y un tordo en su lindo plumaje, discutían cual de los dos podía escucharse más lejos en la selva. El elefante produjo un ruido estrepitoso que repercutió en lo más profundo. Mientras tanto, el tordo saltaba y gorjeaba de rama en rama. Acordaron, pues, competir. Establecieron los términos y fijaron la fecha. Mientras que el elefante descansaba confiado de su victoria, el tordo se fue por la selva, suplicó a las aves de su misma especie, que en la mañana de ese día, tan pronto escucharan su canto, lo repitieran una y otra vez, como en una cadena. Todos prometieron hacerlo. Llegada la hora, el elefante levantó su poderosa trompa, lanzó un gemido que estremeció toda la tierra, los árboles se sacudieron y el eco retumbó bien lejos. Tan pronto terminó el elefante, el tordo se paró en una rama, llenó su minúsculo pecho y empezó a cantar. En todos los lugares y en todas las direcciones empezó a escucharse su canto, que se transmitía, como en cadena, por los demás tordos. De manera que cuando los jueces fueron a dictaminar quién había resultado vencedor, encontraron que no el eco sino la misma voz del tordo se había dejado oir más allá que la del elefante.

Miguel Limardo



Hemos nacido para caminar unidos, formando una sola familia. La unión hace la fuerza y gracias a ella los pequeños pueden hacer llegar su voz más lejos que los grandes.

¿Por qué se juntan, se asocian y conviven las personas? Uno de los principales grupos humanos es la familia. Unidos por la misma sangre forman un hogar donde el fundamento es el amor y la ayuda entre todos.

Se reúnen, también, los diferentes círculos de amigos, de científicos, de gente con los más diversos intereses.

A los cristianos les une la fe en Jesús, que es el camino por el que se ha de llegar al Padre. En este nuevo grupo sólo hay un dogma: Dios es el Padre de todos y, por consiguiente, todos los que creen en El forman una comunidad de verdaderos hermanos, donde no hay diferencias de clases ni de colores.

Las características de esta fraternidad cristiana son:


Personas: convertidas al Señor, con una fe viva en Jesús, con un corazón nuevo para formar un orden nuevo.

Llenos del Espíritu: sólo el Espíritu congrega, forma, da vida y crecimiento a la comunidad.

Se sienten responsables y se edifican los unos a los otros, compartiendo: poniendo al servicio de los demás todo lo que son y lo que tienen, ya que son un solo corazón.

Caminar en comunidad no es fácil, pues existe la tentación de querer caminar en solitario. Caminar en grupo, en comunidad cristiana, exige escuchar la voz del maestro y estar unido a El (Jn.15), para que su voz pueda ser escuchada no sólo en la selva, sino en todos los confines del mundo.

Los primeros cristianos “perseveraban en oir la enseñanza de los apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan, y en las oraciones…

Todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común…

Partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón…(Hech. 2.42-47).

sábado, 12 de marzo de 2016

Vivían sin corazón.

 

Dicen que hace mucho, un famoso inquisidor murió de repente, al llegar a su casa, tras el auto de fe en que habían quemado a un hereje condenado por él. Y cuentan que ambos llegaron simultáneamente al juicio de Dios y que se presentaron, como todos los hombres, desnudos ante su Tribunal. Y añaden que Dios comenzó su juicio preguntando a los dos qué pensaban de él. Y emprendió el hereje un complicado discurso exponiendo sus teorías sobre Dios, precisamente las mismas por las que en la tierra había condenado. Dios le escuchaba con asombro, y por más preguntas que hacía y más precisiones con las que el hereje respondió, seguía Dios sin entender nada y, en todo caso, sin reconocerse en las explicaciones que el hereje le daba. Habló después, lleno de orgullo, el inquisidor. Desplegó ante Dios su engranaje de ortodoxia, el mismo cuya aceptación había exigido al hereje y por cuya negación le había llevado a las llamas. Y descubrió, con asombro, que Dios seguía sin entender una palabra y que, por segunda vez, no se reconocía a sí mismo en la figura de Dios que el ortodoxísimo inquisidor le presentaba, ¿Cuál de los dos era el hereje?, se preguntaba Dios. Y no lograba descubrirlo. Porque los dos le parecían no sabía si herejes, si dementes o simples falsarios.

Como la noche caía y cuantas más explicaciones daban el uno y el otro más claro quedaba que Dios no era eso y más confusa la respectiva condición de hereje o de inquisidor en cada uno, acudió Dios al supremo recurso: encargó a sus ángeles que extrajeran el corazón de los dos y que se los trajeran. Y entonces fue cuando se descubrió que ninguno de los dos tenía corazón.


José Luis Martín Descalzo.


No se puede vivir sin corazón, pero más difícil aún es amar con un corazón de piedra. Y Dios pide que nos amemos “intensamente los unos a los otros, con corazón puro” (1 P. 1.22); sin fingimiento. Esto es irrealizable si no se tiene la más ligera idea de quién es Dios, si no se está unido a El por medio del amor, y cuando falta éste, el hermano pasa desapercibido.

El amor no consiste en saber muchas cosas acerca de Dios, ni en rezar bonitas oraciones. Santa Teresa dice que una vida sin amor, no vale para nada.

“Que no, hermanas; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedas dar un alivio no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella, y si tiene algún dolor te duela a ti y si fuese menester, lo ayunes para que ella lo coma…Esta es la verdadera unión con su voluntad” (Moradas quintas 3.11).

La voluntad por excelencia es la de la caridad. La perfección verdadera consiste en el amor a Dios y al prójimo. “La más cierta señal de que guardamos estas dos cosas es guardando el amor del prójimo ya que el amor de Dios no lo podemos ver, pero el del prójimo si” (Moradas quintas 3.8).

Sin Dios, se vive sin corazón, o éste es de piedra, o es un corazón solitario y “un corazón solitario no es corazón” (Machado).

sábado, 5 de marzo de 2016

Una palabra lo mató.


Jacques era alguien a quien casi todo le había ido bien en la vida, como suele decirse: hijo de familia adinerada, poseía una buena cultura y no tenía problemas en su futuro. Sólo tenía un problema: era jorobado.

La suya era una joroba graciosa que incitaba más a la broma que al desprecio. Y cuando Jacques caminaba por la calle no podía dejar de percibir las miradas de la gente, unas miradas irónicas que a él se le clavaban como puñales. Los niños le gritaban: “¡Cheposo, cheposito!” Los mayores, entre cariñosos y crueles, le decían: “déjanos tocarte, nos darás suerte”. Y entonces, Jacques se escabullía o se encerraba en su casa. Para llorar. Porque se daba cuenta de que en este mundo para poder vivir cómodamente entre los demás hay que ser como los demás. Porque en el mundo no hay sitio para los que son distintos.

Hace días, Jacques se cansó de su soledad. Compró en una farmacia un tubo de tranquilizantes. Quería dormir, dormir, dormir. Y olvidarse de su joroba.

Pero como Jacques no odiaba a quienes tan larga y lentamente le estaban asesinando con sus miradas, quiso que su desgracia no fuera del todo inútil. Se acercó a un hospital y donó sus ojos. Para que, al menos, al descender él a las tinieblas, pudiera darse luz a un ciego. Para que de su desesperación naciera una esperanza. Para devolver bien con sus ojos a un mundo que, con sus ojos, tanto le habían acosado.


José L. Martín Descalzo


A Jacques todo le sonreía en la vida, menos su joroba. A causa de ella, las miradas burlonas de la gente y, sobre todo, sus palabras, le arrancaron del alma la poca vida que le quedaba. A Jacques le mataron las miradas y las palabras desaprensivas.

La palabra mata o da vida, destruye o crea, divide o une. Nuestras palabras humanas son contrarias a las de Dios. El creó y nosotros destruimos. Vivimos en una especia de antagonismo frente a Dios. Por eso el ser humano afirma contra la voluntad de Dios:

Posea yo todo el poder en el cielo y en la tierra. Haya gran división entre los pueblos. Reunamos nuestras fortunas y creemos instrumentos para defendernos.

Fabriquemos armas que puedan destruir grandes multitudes. Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza.

“Así acabó el ser humano con el cielo y con la tierra. Y la tierra volvió a ser un mundo vacío y sin orden” (C.E.P.).

Si queremos llenar nuestro mundo de vida, tenemos que acoger la Palabra que es “espíritu y vida” (Jn.6.63), para que haya luz, agua, cielo, tierra y amor. Entonces nuestra palabra será constructiva, no destructiva y llegará a todos los corazones.