sábado, 22 de abril de 2017

Que se haga en mí tu voluntad




Una viuda, de unos cincuenta años, había caído enferma. Se la cerraba con ello la única entrada que tenía para poder cuidar de sus cinco hijos; pero ninguno podía ganar nada “Ya ve, Padre, mi situación. Usted, que quiere más al Señor, pídale por mí”.

“Y, ¿qué quiere que le pida?”, pregunté con timidez.

“Pues…eso…Que se haga en mí su santísima voluntad”.

“Que se haga en mí su santísima voluntad”. No es fácil hacer esta petición como esta viuda cuando la vida cierra todos los caminos y lo único que se encuentra son problemas y enfermedad. Seguir a Jesús hasta dar con Él. Así le siguieron en su tiempo los ciegos, cojos, paralíticos…todos aquellos que tenían necesidad de Él. Con frases sencillas oraban desde su corazón esperanzado:

“¡Señor!, aquél a quien tú quieres, está enfermo”

“¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”

“¡Señor, que vea!”

“¡Señor, si quieres puedes limpiarme!”

Y Jesús, como amaba a los necesitados, sintió compasión de ellos y los iba curando de sus enfermedades y dolencias.

Ignacio de Loyola, herido en Pamplona y convaleciente de su enfermedad, lee el Evangelio. Quien hasta entonces había sido capitán de los ejércitos españoles se hace soldado de Cristo en la Iglesia, para mayor Gloria de Dios. Ignacio fue salvado.

La enfermedad es un momento muy especial para salir al encuentro de Jesús, o mejor dicho, para recibir a Jesús que viene a nuestro encuentro. En medio de la tormenta es importante no perder la calma y escuchar la voz del Padre que dice: “No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si pasas por ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti, porque yo soy tu Dios, tu salvador…No temas que yo estoy contigo” (Is 43, 1-5).

Ponerse en manos de Dios, confiar en El, aceptar su voluntad, es una de las oraciones más cristianas que podemos pronunciar; pero siempre con una confianza absoluta, sabiendo que Él es nuestro Padre.

Esto es lo que oraba C. de Foucauld:

“Padre:

me pongo en tus manos.

Haz de mi lo que quieras.

Sea lo que sea,

Te doy las gracias

Estoy dispuesto a todo.

sábado, 15 de abril de 2017

Creer en el Resucitado


Para los apóstoles, la certeza de la resurrección se expresa en la fe vivida. Para nosotros, la resurrección tiene que ser una experiencia de que Cristo actúa en nuestra vida. «Tomás, uno del grupo de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando se les apareció Jesús. Le dijeron pues los otros discípulos: Hemos visto al Señor» (Jn 20,24); pero él necesitaba no solo ver, sino palpar y tocar.

Pedro es un cobarde antes de la experiencia del Resucitado, pero después es un testigo valiente. Niega a Jesús, pero luego proclama ante todos que a Jesús de Nazaret lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección. Desde entonces nadie podrá hacer callar a Pedro y seguirá diciendo que Dios ha nombrado a Jesús juez de vivos y muertos. Los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados.

Juan fue testigo de la resurrección: «Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Hasta la resurrección muchos no habían aún entendido la Escritura que dice que él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20,9).

Pablo propone un programa muy dinámico y exigente: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba [...] aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3,1). Vivir según la Pascua exige buscar lo de arriba, sin perezas, sin cobardías ni medias tintas y vivir en alegría. La resurrección de Cristo es anticipación de la resurrección de los muertos, él es el primogénito de los resucitados (Col 1,18). La resurrección es importante para nuestra vida, abre nuevos caminos y horizontes, proporciona fe en Dios y en el ser humano. Cuando Dios no interesa, nos olvidamos del ser humano, cuando Dios es solamente una idea, el hombre se convierte en un objeto. Heidegger señaló que el mal de nuestra civilización es «el olvido del ser», para caer en el dominio de las cosas.

La fe en Jesús no es solo aceptación del Jesús histórico, sino del Resucitado. Tomás había vivido con Jesús, pero no había tenido la experiencia del Resucitado. Y es que a Tomás le pasó como a los discípulos de Emaús, era grande el desaliento que les había llevado al distanciamiento y a la pérdida de la fe y la esperanza, a la pérdida de todo sentido de orientación y motivación. Ellos esperaban… Y es que los discípulos querían descubrir a Jesús en el éxito y no en el partir el pan.

Creer en el Resucitado es creer que él no está en el sepulcro, ni en la muerte, ni en el sitio de la muerte, sino en la vida y en todo lo que guarda relación con ella. Creer en el Resucitado es permitir que, en cada amanecer, ocurra una resurrección inmensa, donde, sin dejar de ser uno mismo se encuentra como nuevo, con ganas de vivir, mejorar la propia vida y la de los demás. Es entonces cuando vemos brotar la esperanza y aprendemos a aceptar todas nuestras limitaciones como las de los demás. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido, buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos, sino donde está vivo: en la Palabra, en medio de la comunidad, en los pobres... Al que vive hay que buscarlo donde hay vida. Y a esto estamos llamados, a ser sembradores, pues desde que nacemos tenemos una semilla de resurrección y eternidad.

La resurrección da sentido a todo, a la cruz, a la muerte; es la razón de todo y es el término de todo. La vida de Cristo no termina en el Viernes Santo, sino en el Domingo de Gloria. De igual forma la vida del cristiano, aunque esté marcada por y con la cruz, va a terminar no en la muerte, sino en la vida. Los ojos del cristiano, no solo tienen que mirar a la Dolorosa o al Crucificado, sino al Resucitado. La gran prueba de que Cristo ha resucitado es que está vivo en el corazón de los cristianos y es causa de alegría, gozo y esperanza. Todo en la Pascua se reduce y se expresa en una palabra: «Aleluya». Este es el grito de todos los creyentes, conscientes de la certeza del triunfo de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado. No será el «ars amandi, sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual» (Bonhöeffer).

Cristo ha resucitado, así lo creen millones de personas. No necesitan pruebas, porque «la gran prueba definitiva de que Cristo ha resucitado es la transformación de aquel grupo de pescadores ignorantes y atemorizados, cuyo líder ha sido ejecutado a las puertas de Jerusalén, la confluencia de sus testimonios. Jesús ahora atraviesa paredes, está y no está, despierta la duda o inflama el corazón» (M. Lamet).

sábado, 8 de abril de 2017

La sabiduría de la cruz


Hay muchas clases de cruces. Hay cruces de oro, de plata, incluso para condecorar con ellas algún mérito. Hay cruces inevitables: la edad, el clima, la convivencia, el trabajo.

Hay cruces de competición, cuando la persona aguanta más que nadie.

Hay cruces que te imponen los otros, por su forma de ser, porque no se dan cuenta…

Está la cruz que acompaña a cada profesión y vocación, la del deber, la del matrimonio…

Está la cruz del que sufre con amor y ayuda a los otros a llevarla. Y está la del que se resiste a tomar la cruz y sufre a regañadientes.

Existe la tentación de buscar una cruz a la medida, que no pese y que no caiga grande. Siempre la cruz de los otros parece mucho más pequeña que la nuestra, por supuesto.

Sin la cruz es imposible comprender quién es Jesús. Seguirlo significa estar dispuesto a darse uno mismo (Mc 8,35), a ser el último (Mc 9,35), a beber el cáliz y cargar con la cruz (Mc 10,38). La verdad es que todos los que han estado cerca de Jesús han participado del Calvario... y les ha tocado alguna astilla de la gran cruz.

Es necesario permanecer creyentes en medio de los sufrimientos, porque “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Hch 14,22). La fe, la esperanza y el amor son los únicos medios que tenemos para descubrir el sentido y la sabiduría de la cruz y llevarla como tantos otros que han seguido a Jesús.

Las cruces abundan por doquier en las mil y una situaciones de la vida ordinaria de todos conocidas y por muchos experimentadas.

Por eso quien ha descubierto la sabiduría de la cruz, le agradece a Dios todo: ¡la cruz y el amor. Papini, el gran convertido al catolicismo, sigue viendo en el mundo una gran Cruz invisible, plantada en medio de la tierra. “Bajo esa Cruz gigantesca, goteando sangre todavía, van a llorar y buscar fuerzas los crucificados en el alma… y que todos lo Judas no han podido desarraigar”.

La cruz es sinónimo de cualquier clase de sufrimiento, dolor, bien del cuerpo como del alma: enfermedades, soledades, injusticias, muertes…¿Por qué la cruz, de dónde viene el mal? El sufrimiento nos viene de la misma naturaleza, por las leyes físicas o de nuestros pecados: envidia, avaricia, lujuria…

Si somos seguidores de Jesús, no ha de faltarnos la cruz. Cada persona tiene una forma de llevarla. San Juan de la Cruz, que supo de cruces y desprecios, que buscó el padecer y ser despreciado, también conoció la cruz a secas, la saboreó y la abrazó. Cuenta su biógrafo, fray Alonso de la Madre de Dios, que “orando ante una imagen de pincel muy lastimosa de Cristo nuestro Señor con la cruz a cuestas le habló el mismo Señor por medio de la imagen y le dijo: ‘Fray Juan, ¿qué quieres te conceda por lo que por mí has hecho?’ A lo cual respondió: ‘Señor, concededme que padezca yo trabajos y sea menospreciado por vos”. La cruz tiene que servirnos para acercarnos a Dios y a los otros, para hacernos mansos y humildes de corazón. Nos ayudará a encontrar sentido a la cruz recordando:

León Felipe en un poema dedicado a “La Cruz” escribe:

“Hazme una cruz sencilla, carpintero… 

sin añadidos ni ornamentos, 
que se vean desnudos los maderos, desnudos… 
y decididamente rectos: 
los brazos, en abrazo hacia la tierra, 
el astil disparándose a los cielos”.

sábado, 1 de abril de 2017

Y junto a la cruz estaba María


En el trascoro de la catedral de Palencia nos encontramos con un pequeño retablo dedicado a los Siete dolores de la Virgen, obra del pintor flamenco Jan Joset de Calcar y encargado por el obispo Juan Rodríguez de Fonseca.

El anciano Simeón había predicho que una espada de dolor atravesaría el alma de la Madre de Jesús. Y efectivamente, siete cuchillos atravesaron el corazón de la Virgen: La profecía de Simeón, la huida a Egipto, la pérdida de Jesús en Jerusalén a los 12 años, el encuentro de María con su Hijo en la calle de la Amargura, la agonía y la muerte de Jesús en la cruz, el descendimiento de la cruz; la sepultura del cuerpo de su hijo.

Hay varias advocaciones referentes al dolor que padeció María: la Virgen de las Angustias, la Dolorosa, la Virgen del Martirio, de la Espada... La madre siempre estuvo unida al dolor y a la muerte de su hijo, “varón de dolores”, “desecho de la humanidad”, “siervo de siervos”, “cordero llevado al matadero”, como le llamaron los profetas.

María vio cómo su hijo, nada más nacer, es perseguido a muerte y tiene que huir.

La imagen de la Piedad, la Virgen María cargando a su Hijo muerto en su regazo, expresa el amor y el dolor de la Madre Santísima. Y expresa, también la esperanza. Ella sabía, sin poderlo entender del todo, que la muerte de su Hijo no sería el final de la historia.

El tema de los dolores de la Virgen se desarrolla en la piedad popular y en el arte en la Edad Media. Desde el siglo XI por influencia de San Anselmo y San Bernardo, la devoción de los fieles comenzó a centrarse en la pasión de Cristo y en el dolor de la Virgen. Una espada atravesó el alma de la Virgen, la llamada la Virgen de los Dolores o de las Angustias.

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,25-28). La madre acompaña al hijo en todos los acontecimientos de su vida, grandes y pequeños; pero está presente en el momento del dolor. Así estuvo María con Jesús, en Jerusalén, en el Calvario, “junto a la cruz”. Y junto a la cruz oyó a su Hijo perdonar. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

El Concilio Vaticano II habla así de María al pie de la cruz: “También la Santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Hijo unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (LG,58).

María conocía el dolor y sabía que la noche que le esperaba era muy negra; pero nunca imaginó que fuera tan larga y tan profunda. La Virgen de los Dolores nos invita a participar en su dolor. Mejor dicho, nos invita a participar en el dolor de su Hijo. Jesús preanuncia su crucifixión y dice: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-35).

María nos acompaña en nuestro dolor y en nuestra cruz, como acompañó a su hijo.

Jesús invita a llevar la cruz.

miércoles, 29 de marzo de 2017

Eligió el amor


Jesús es vida y salva y libera de angustias y miedos, dando “vida y vida plena” (Jn 10,10). Jesús da fuerza, con Él todo es posible. Mientras va camino al Calvario, se compadece de las mujeres que le lloran y de sus hijos (Lc 23,28); en la cruz, se preocupa del malhechor crucificado junto a Él (Lc 23,43) y de su madre que va a quedar sola (Jn 19,26-27); clavado en la cruz, ora para que no se pierdan aquellos que lo están crucificando (Lc 23,34).

Cuando le llega la hora de la muerte, siente angustia, terror, ansiedad y espanto. Se muere de tristeza (Mc 14,34), “suda sangre” (Lc 22,44). Jesús quiere vivir, no morir y sufrir: “Padre, si es posible, que se aleje de mí este trago” (Mt 26,39). La cruz y el sufrimiento de Jesús provienen de su opción por servir. Si Jesús acepta la cruz no es por gusto, sino porque no quiere negarse a sí mismo ni negar al Padre que ama. “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mt 26,39). D. Bonhöffer ha llamado la atención sobre el hecho de que Jesús, según los anuncios de la pasión, tiene que padecer y ser rechazado (Mc 8,31). Rechazo que añade algo nuevo al sufrimiento pues “el hecho de ser rechazado quita al sufrimiento toda dignidad y todo honor”.

Se siente abandonado del Padre. Entonces brota de su interior un grito desgarrador, de súplica ardiente de liberación, es el grito angustioso de quien se siente morir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Está solo y sin ningún apoyo. Le queda sólo un madero, no como sostén, sino como instrumento de tortura. Pero hay otro grito final que expresa su fe inquebrantable y la confianza radical en su Padre: “Padre, en tus manos pongo mis espíritu” (Lc 23,46).

La cruz de Cristo indica el camino que debe seguir el cristiano en la lucha contra el pecado para instaurar el Reino de Dios. Están íntimamente relacionadas la gracia de la salvación de Cristo y la tarea humana. La lucha por un mundo mejor reviste forma de cruz animada por la esperanza cristiana de resucitar como Jesús. La cruz y el Crucificado son presentados por Pablo no como sufrimiento que hay que soportar con paciencia, sino como “fuerza y sabiduría de Dios” (1 Co 1,23-25). Muerte de cruz y resurrección forman una unidad inseparable: el Resucitado es el Crucificado. Es esencial al Resucitado el escándalo de la cruz (Gá 5,11).

La muerte de Cristo fue aparentemente un “fracaso”. Igualmente tenemos hoy muchas cruces y muertes que son “fracasos”... Sin embargo, sigue siendo necesario que el cristiano pase por el mismo trance que pasó Jesús, pues “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda el sólo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

Dios no está al lado de Jesús para enviarle pruebas, sino sufriendo con él y preparando su resurrección definitiva. Esta visión de la cruz cristiana podría transformar la actitud de no pocos cristianos ante el sufrimiento. Amar a los hombres significa conocer sus necesidades y sufrir sus penas” (M. Buber).

Lo más grande del ser humano es su capacidad de elección. Dios lo ha hecho así: libre. Libre con todas sus limitaciones, pero libre, al fin, para poder elegir la felicidad o la desgracia, el cielo o el infierno, la vida o la muerte, el bien o el mal. Dice Dios en el Deuteronomio: Te pongo delante la vida y el bien (Dt 30,15). Elige.

Jesús eligió el amor, el dar la vida. Él, a pesar de su condición divina, no consideró una presa hacerse semejante a los hombres y, hecho hombre, se anonadó y se hizo esclavo, aceptando morir como esclavo en la cruz (Flp 2,6-8). Dios se ha hecho hombre y se ha revelado pobre, se deja derrotar y crucificar.

sábado, 25 de marzo de 2017

Confiar en Dios


Un hombre que caminaba por un campo se encontró casualmente con un tigre. Se puso a correr, y el animal estaba a su calcañal, sin darle oportunidad alguna de refugio.

Cuando llegó a un precipicio, no le quedó otra alternativa que aferrarse a las raíces de un arbolito y dejarse colgar de la parte del abismo. El tigre lo olfateaba desde lo alto. Temblando, el hombre miró hacia abajo, en busca de una extrema vía de escape: pero en el fondo del abismo, otro tigre lo esperaba para devorarlo. Solamente el arbolito lo sostenía separándolo de la muerte segura aún sin ofrecerle alternativa.

Pero he aquí que dos topos, uno blanco y otro negro, se acercaron y empezaron a roer poco a poco la raíz. El hombre miró alrededor, ya sin esperanza de encontrar salvación: y he aquí que, descubre cerca de él una hermosa fresa. Agarrándose al arbolito con una sola mano, con la otra arrancó la fresa: ¡Cómo estaba dulce! (Cuento japonés).


Cuando aparentemente no hay salvación de ninguna clase y se hunden todas las seguridades humanas, la fe es nuestra tabla de salvación. Por la fe confiamos y nos abandonamos totalmente en manos del Dios de Abraham y Moisés, quienes se fiaron de las promesas de Señor.

Sólo las personas de fe pueden realizar empresas grandes y sacar fuerzas de todas las contrariedades que salen al paso. “El que cree, dice Kierkegaard, es el único que conserva una eterna juventud”. Estas energías las necesita el creyente cuando debe caminar en oscuridad venciendo grandes pruebas y creyendo contra toda esperanza.

En la noche, se necesita una gran fe “pura y desnuda”, de la que habla San Juan de la Cruz, para seguir confiando en el Dios que queda mudo ante los males del mundo y ante la dramática situación que experimenta la persona. Solamente la memoria salvífica del pasado y la esperanza en el Dios fiel, clemente y misericordioso, mantienen al creyente vivo en este tiempo de silencio y soledad.

Una de las preocupaciones del ser humano que más le inquietan, es lo relacionado con el mañana. Después de la segunda guerra mundial, los aliados reunieron a muchos niños huérfanos y los colocaron en grandes campos. A pesar de que los cuidaban y alimentaban, los pequeños no dormían bien. Se sentían temerosos.

A un psicólogo se le ocurrió la idea de dar a cada uno una rebanada de pan, para que al dormirse, la tuvieran en la mano. Este pedazo de pan le producía al niño sentimientos de seguridad y tranquilidad, ya que tenía algo para comer al día siguiente.

En los momentos de dificultad, de persecución, enfermedad, muerte de un ser querido, no hay que perder la cabeza, sino confiar en el Señor que cuida de las aves y de las flores del campo. El Señor se preocupa de nosotros, es nuestro Pastor. El suplirá todo lo que nos falta. Dios provee constantemente todo lo que necesitamos, inclusive “la fresa” a su debido tiempo.

sábado, 18 de marzo de 2017

Cantar y alabar al Señor



Un día, un santo se detuvo en medio de nosotros. Mi madre lo vio en el patio, mientras hacía volteretas para divertir a los muchachos.

“Ah, éste es verdaderamente un santo, me dijo. Vete donde él”

Él me puso una mano sobre la espalda y me preguntó: “Mi estimado ¿qué quieres hacer?” “No lo sé”, le respondí. “¿Qué quieres que yo haga?” “No. Debes ser tú quien me diga qué cosa quisieras hacer”, “¡Oh! A mí me gusta jugar”. “Y entonces, ¿quieres jugar con el Señor?”

No supe que responder. Entonces el santo añadió: “Si tú logras jugar con el Señor, harás la cosa más bella que se pueda hacer. Todos toman a Dios totalmente en serio hasta el punto de hacerlo fastidioso… Juega con Dios, hijito, Es un compañero de juegos incomparable” (J. Rumi).

“Todos toman a Dios totalmente en serio hasta el punto de hacerlo fastidioso…”

Cuando leí esta frase me vino a la mente la celebración de algunas misas o eucaristías. Muchos se aburren o se duermen soberanamente, porque los organizadores o actores se han tomado a “Dios demasiado en serio”, o mejor, demasiado a la ligera. Así no hay vida en la palabra, en los silencios, en los símbolos y en los cantos.

La Misa es el Sacramento de la Pascua del Señor, es una confesión de la resurrección de Cristo. Toda misa, pues, debe ser una celebración gozosa. Donde hay gozo, hay canto, porque éste es la expresión natural del gozo. Los primeros cristianos “partían el pan con alegría” (Hch 2,46). Si alguno está alegre, entone un cántico” (St 5,13). Amonesta el Apóstol a los fieles que se reúnen esperando la venida del Señor, que canten todos juntos con salmos, himnos y cantos espirituales (Col 3.16). el cantar es propio del enamorado; y viene de tiempos antiguos el famoso proverbio: “Quien bien canta, dos veces ora” (San Agustín).

San Ambrosio, al escuchar la voz canora del pueblo, la parangonaba a la voz del mar, cuyo basto murmullo es como un eco de los cantos de la asamblea cristiana, al mismo tiempo que los fieles, al repetir los cánticos sagrados, parecen recordar el armonioso fragor de las olas. El cántico sagrado “es una bendición de todo el pueblo, alabanza de Dios, honor de la plebe santa, universal consenso…Detiene la aspereza, hace olvidar los afanes, olvidar la tristeza…Canta la voz para alegrarse, en tanto que la mente se adiestra en la profundización de la fe” (San Ambrosio).

El canto nos ayuda a orar, enriquece de mayor solemnidad los ritos sagrados. El canto es, pues, parte integral de la liturgia y nos sirve para que algunos ritos alcancen todo su sentido y plenitud.

Los compositores cristianos deben sentirse llamados a cultivar la música sacra y a acrecentar su tesoro. Ellos tienen que componer para grandes coros, para coros modestos y fomentar la participación de los fieles. Se hace necesaria una gran motivación a las distintas comunidades para que los fieles lleguen a sentir la necesidad de cantar las partes que les corresponde.

Un día, se me acercó un cristiano después de misa y me dijo: “Para que una misa resulte viva y atrayente, se necesita cuidar dos cosas: la homilía y la música”. No le faltaba razón al buen hombre, yo añadiría la principal: para que una misa resulte viva y comprometida, solo se necesita fe, todo lo demás ayuda mucho. La misa, la eucaristía, es entre otras cosas una acción de gracias, y cuando damos gracias a Dios lo podemos hacer alabándolo y con cantos.