sábado, 30 de julio de 2016

Risas en el jardín.


Un hombre era dueño de un hermoso jardín donde los niños se encontraban a sus anchas para correr y saltar. Pero éste era un hombre de corazón duro. Le dolía que los niños disfrutasen de la belleza de su jardín. Esto fue lo que hizo: lo rodeó de una pared muy alta para que los niños no pudiesen entrar. Pero sucedió que cuando las plantas dejaron de escuchar las risas de los niños dejaron también de florecer. Se secó el follaje de los árboles. El invierno se prolongó como nunca antes lo recordaba y parecía que la primavera no volvería jamás. El hombre se sentía muy triste, como si una gran pena anegase su corazón. Las noticias de lo sucedido llegaron a un hombre muy sabio de la comarca. Vino donde él y le dijo: Tengo un solo consejo que darte y si lo sigues tu jardín volverá a lucir como antes. El hombre repuso: Escucho tu consejo y lo seguiré de inmediato. Este fue el consejo: Derriba las paredes y deja que los niños jueguen.


Miguel Limardo




Necesitamos de la risa, de la sonrisa, de la alegría para poder florecer, para poder dar fruto. Ortega y Gasset habla de esos hombres “que cuando pierden la alegría, el alma se retira a un rincón del cuerpo y allí hace su cubil”.

Todo lo que va matando la inocencia: odios, egoísmos, envidias, va carcomiendo y endureciendo el corazón. Entonces muere la ilusión, el deseo de vivir y se va adueñando del alma una gran pena que enturbia el cielo más despejado.

Será necesario, pues derribar todas las paredes que se han levantado a nuestro derredor sin darnos cuenta o a sabiendas, pues toda muralla nos impide acercarnos al mundo.

Necesitamos de la sonrisa de un niño, porque a través de ella se nos asoma la inocencia y el optimismo de Dios. Dios disipará el duro invierno y hará que reine la eterna primavera en aquellos que tienen la suerte de adobar cada día con una sonrisa.

“Quitando el gozo y la alegría del campo fértil; en las viñas no cantarán ni se regocijarán” (Is. 16.10)

sábado, 23 de julio de 2016

Pobre a mi manera.



Un joven párroco, en un sector de clase media, vivía con un sacerdote asistente entrado en años, enfermo y de relación difícil; el párroco procuraba ignorarlo lo más posible. Su sacristán era un hombre muy pobre que, por caridad, había recibido ese trabajo en la parroquia; a pesar de su buena voluntad era muy incompetente, y el joven cura tenía que preocuparse de muchos detalles.

Perdía la paciencia con el sacristán y lo trataba con dureza. Había además en la parroquia una niña joven, que iba a hacer la comida, pero cocinaba mal y casi siempre lo mismo. El párroco la toleraba de mala gana. Debido a que ella mantenía a su madre.

El joven cura deseaba trabajar en un barrio realmente pobre, con los más pobres y con un estilo de vida pobre. En ello ponía su corazón y sus gestiones, a fin de ser transferido a ese tipo de parroquia, pero diversas circunstancias, por ahora, no se lo permitían. Se sentía frustrado en sus ideales, le parecía estar perdiendo el tiempo y que las personas que convivían con él estaban de sobra.

Hasta que en una ocasión en que hizo un largo retiro, Dios le hizo descubrir que los pobres que él buscaba los tenía en su misma casa, y que la mayor pobreza que deseaba la estaba ya viviendo, aunque no a su manera, sino a la manera de Dios.

Segundo Galilea



El joven párroco “deseaba trabajar en un barrio realmente pobre”, fuera de donde vivía. Buscaba a los pobres y vivir la pobreza lejos de casa. Dentro tenía pobres, quizás de los más pobres, pero no se había dado cuenta. Lucía más alumbrar fuera, en un barrio pobre, que dentro de su casa, con pobres “que no merecían la pena”. No se había percatado qué tipo de pobreza quería para él el Señor.

¿Qué es ser pobre? ¿En qué consiste la pobreza?

Hay muchas definiciones de lo que es ser pobre y en qué consiste la pobreza, por eso no quiero dar una más o repetir las de otros. Quiero poner el ejemplo del más pobre entre los pobres, del pobre por antonomasia: Jesús.

Cristo experimentó en su vida las consecuencias de la encarnación. Desde que nació hasta que murió, vivió en radical pobreza. El libremente escogió vivir así y eligió acomodarse a la voluntad del Padre, abandonándose en sus manos y en las de sus mismos verdugos. Por reconciliar al género humano con Dios, quedó en total desamparo.

Es difícil ser pobre y vivir la pobreza a la manera de Dios. Es más fácil y más cómodo poder escoger el lugar, las personas, y ser POBRE A MI MANERA. Feliz aquel que ha optado por los más necesitados y vive con corazón de pobre en cualquier rincón del mundo.

sábado, 16 de julio de 2016

Testigos de su resurrección.


Cuentan de un famoso sabio alemán que, al tener que ampliar su gabinete de investigaciones, fue a alquilar una casa que colindaba con un convento de carmelitas. Y pensó: ¡Qué maravilla, aquí tendré un permanente silencio! Y con el paso de los días comprobó que, efectivamente, el silencio rodeaba su casa…salvo en las horas de recreo. Entonces en el patio vecino estallaban surtidores de risa. ¿De qué se reían si eran pobres? ¿Por qué eran felices si nada de lo que alegra a este mundo era suyo? ¿Cómo podía llenarles la oración, el silencio? ¿Tanto valía la sola amistad? ¿Qué había en el fondo de sus ojos que les hacía brillar de tal manera?

Aquel sabio alemán no tenía fe. No podía entender que aquello, que para él eran puras ficciones, llenara un alma. Menos aún que pudiera alegrarla hasta tal extremo.

Y comenzó a obsesionarse. Tenía que haber “algo” que él no entendía, un misterio que le desbordaba. Aquellas mujeres, pensaba, no conocían el amor, ni el lujo, ni el placer, ni la diversión ¿Qué tenían?

Un día se decidió a hablar con la priora y ésta le dio una sola razón:

Es que somos esposas de Cristo.

Pero, arguyó el científico, Cristo murió hace dos mil años.

Ahora creció la sonrisa de la religiosa y el sabio volvió a ver en sus ojos aquel brillo que tanto le intrigaba.

Se equivoca, dijo la religiosa; lo que pasó hace tantos años fue que, venciendo a la muerte, resucitó.

¿Y por eso son felices?

Sí. Nosotras somos los testigos de su resurrección.


José L. Martín Descalzo.



La alegría es una de las virtudes más características de los hijos e hijas de Santa Teresa. Quienes se dedican a tratar con Dios, están contentos, pues saben que “sólo Dios basta” para llenar el corazón humano.

Dios es alegre y joven, canta una canción. Dios es alegría y siempre que El se revela lo hace así. Al encontrarse con los pecadores, invita a alegrarse, porque ha encontrado lo que estaba perdido: “la oveja, la dracma, el hijo” (Lc.15).

El anuncio del nacimiento del Salvador es un pregón de alegría. Jesús predica esta alegría:

“Les doy mi gozo. Quiero que tengan en ustedes mi propio gozo y que su gozo sea completo” (Jn 15.11).

“Su tristeza se convertirá en gozo” (Jn. 16.20).

“Si me aman tendrán que alegrarse” (Jn 14.27).

La alegría es un fruto del espíritu y nace de creer en el Resucitado, en la fuerza de Dios, que salvó a su Hijo de quedarse en el sepulcro para siempre.

Si Cristo ha resucitado, si es algo vivo, podrá llenar de alegría la existencia de todo ser humano. El es el tesoro por el que se vende todo lo que se tiene; la causa de la alegría de todos aquellos que creen en el Amor y en la Vida.

sábado, 9 de julio de 2016

Seis meses de vida.


Un hombre que era cristiano enfermó gravemente. Los médicos le dieron seis meses de vida.

Su primera reacción fue de rebelión contra Dios, porque El permitía eso. De la rebelión pasó a la duda de Dios, y dejó de rezar.

Más adelante recuperó a Dios y comenzó a rezar para que le quitara la enfermedad.

Pero con el tiempo su oración cambió, y rezaba para que se hiciera la voluntad de Dios, cualquiera que fuera el resultado de su enfermedad.

Y hacia el final, su oración era para pedir la gracia de vivir cristianamente su enfermedad, y para que ésta sirviera de intercesión por los demás y para la venida del Reino de Dios.


Segundo Galilea



¿A quién hay que recurrir en momentos en que solo se puede ver el sol a través de una ventana?

En primer lugar a Dios, ya que El es el Señor de la vida (Eclo. 28.9), el médico por excelencia. La actitud tiene que ser de confianza, de fe, pues “Todo es posible al que tiene fe” (Mt. 9.28).

Es difícil orar cuando no hay actitud de abandono.

Se necesita mucha fe para no desesperarse en momentos de enfermedad, persecución, dolor, cruz…

Jesús conoció toda clase de sufrimiento: “deshecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias” (Is 53.2) “Fue oprimido y humillado y no abrió su boca” (Is. 53.7). Desde la cruz, con fuerte voz dijo:¡Elí, Eli, lema sabachthani! Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado? (Mt 27.46). Pero cuando estaba a punto de expirar, pudo exclamar lleno de confianza: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc. 23.46).Estas fueron sus últimas palabras.

Jesús, que había cumplido durante su vida la voluntad del Padre, en los últimos momentos repite estas palabras que significan una entrega total y un abandono en sus manos.

Los enfermos conocen también el abandono, el silencio. Conocen además, cómo no, el valor purificativo del sufrimiento; cómo el dolor va llenando de amor tanta vaciedad de sueños y tanto egoísmo.

Sólo quien ha saboreado el dolor, puede entregarse al hermano en disponibilidad absoluta, aunque sólo le queden seis meses de vida.