sábado, 22 de abril de 2017

Que se haga en mí tu voluntad




Una viuda, de unos cincuenta años, había caído enferma. Se la cerraba con ello la única entrada que tenía para poder cuidar de sus cinco hijos; pero ninguno podía ganar nada “Ya ve, Padre, mi situación. Usted, que quiere más al Señor, pídale por mí”.

“Y, ¿qué quiere que le pida?”, pregunté con timidez.

“Pues…eso…Que se haga en mí su santísima voluntad”.

“Que se haga en mí su santísima voluntad”. No es fácil hacer esta petición como esta viuda cuando la vida cierra todos los caminos y lo único que se encuentra son problemas y enfermedad. Seguir a Jesús hasta dar con Él. Así le siguieron en su tiempo los ciegos, cojos, paralíticos…todos aquellos que tenían necesidad de Él. Con frases sencillas oraban desde su corazón esperanzado:

“¡Señor!, aquél a quien tú quieres, está enfermo”

“¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”

“¡Señor, que vea!”

“¡Señor, si quieres puedes limpiarme!”

Y Jesús, como amaba a los necesitados, sintió compasión de ellos y los iba curando de sus enfermedades y dolencias.

Ignacio de Loyola, herido en Pamplona y convaleciente de su enfermedad, lee el Evangelio. Quien hasta entonces había sido capitán de los ejércitos españoles se hace soldado de Cristo en la Iglesia, para mayor Gloria de Dios. Ignacio fue salvado.

La enfermedad es un momento muy especial para salir al encuentro de Jesús, o mejor dicho, para recibir a Jesús que viene a nuestro encuentro. En medio de la tormenta es importante no perder la calma y escuchar la voz del Padre que dice: “No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si pasas por ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti, porque yo soy tu Dios, tu salvador…No temas que yo estoy contigo” (Is 43, 1-5).

Ponerse en manos de Dios, confiar en El, aceptar su voluntad, es una de las oraciones más cristianas que podemos pronunciar; pero siempre con una confianza absoluta, sabiendo que Él es nuestro Padre.

Esto es lo que oraba C. de Foucauld:

“Padre:

me pongo en tus manos.

Haz de mi lo que quieras.

Sea lo que sea,

Te doy las gracias

Estoy dispuesto a todo.

sábado, 15 de abril de 2017

Creer en el Resucitado


Para los apóstoles, la certeza de la resurrección se expresa en la fe vivida. Para nosotros, la resurrección tiene que ser una experiencia de que Cristo actúa en nuestra vida. «Tomás, uno del grupo de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando se les apareció Jesús. Le dijeron pues los otros discípulos: Hemos visto al Señor» (Jn 20,24); pero él necesitaba no solo ver, sino palpar y tocar.

Pedro es un cobarde antes de la experiencia del Resucitado, pero después es un testigo valiente. Niega a Jesús, pero luego proclama ante todos que a Jesús de Nazaret lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección. Desde entonces nadie podrá hacer callar a Pedro y seguirá diciendo que Dios ha nombrado a Jesús juez de vivos y muertos. Los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados.

Juan fue testigo de la resurrección: «Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Hasta la resurrección muchos no habían aún entendido la Escritura que dice que él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20,9).

Pablo propone un programa muy dinámico y exigente: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba [...] aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3,1). Vivir según la Pascua exige buscar lo de arriba, sin perezas, sin cobardías ni medias tintas y vivir en alegría. La resurrección de Cristo es anticipación de la resurrección de los muertos, él es el primogénito de los resucitados (Col 1,18). La resurrección es importante para nuestra vida, abre nuevos caminos y horizontes, proporciona fe en Dios y en el ser humano. Cuando Dios no interesa, nos olvidamos del ser humano, cuando Dios es solamente una idea, el hombre se convierte en un objeto. Heidegger señaló que el mal de nuestra civilización es «el olvido del ser», para caer en el dominio de las cosas.

La fe en Jesús no es solo aceptación del Jesús histórico, sino del Resucitado. Tomás había vivido con Jesús, pero no había tenido la experiencia del Resucitado. Y es que a Tomás le pasó como a los discípulos de Emaús, era grande el desaliento que les había llevado al distanciamiento y a la pérdida de la fe y la esperanza, a la pérdida de todo sentido de orientación y motivación. Ellos esperaban… Y es que los discípulos querían descubrir a Jesús en el éxito y no en el partir el pan.

Creer en el Resucitado es creer que él no está en el sepulcro, ni en la muerte, ni en el sitio de la muerte, sino en la vida y en todo lo que guarda relación con ella. Creer en el Resucitado es permitir que, en cada amanecer, ocurra una resurrección inmensa, donde, sin dejar de ser uno mismo se encuentra como nuevo, con ganas de vivir, mejorar la propia vida y la de los demás. Es entonces cuando vemos brotar la esperanza y aprendemos a aceptar todas nuestras limitaciones como las de los demás. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido, buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos, sino donde está vivo: en la Palabra, en medio de la comunidad, en los pobres... Al que vive hay que buscarlo donde hay vida. Y a esto estamos llamados, a ser sembradores, pues desde que nacemos tenemos una semilla de resurrección y eternidad.

La resurrección da sentido a todo, a la cruz, a la muerte; es la razón de todo y es el término de todo. La vida de Cristo no termina en el Viernes Santo, sino en el Domingo de Gloria. De igual forma la vida del cristiano, aunque esté marcada por y con la cruz, va a terminar no en la muerte, sino en la vida. Los ojos del cristiano, no solo tienen que mirar a la Dolorosa o al Crucificado, sino al Resucitado. La gran prueba de que Cristo ha resucitado es que está vivo en el corazón de los cristianos y es causa de alegría, gozo y esperanza. Todo en la Pascua se reduce y se expresa en una palabra: «Aleluya». Este es el grito de todos los creyentes, conscientes de la certeza del triunfo de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado. No será el «ars amandi, sino la resurrección de Cristo lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual» (Bonhöeffer).

Cristo ha resucitado, así lo creen millones de personas. No necesitan pruebas, porque «la gran prueba definitiva de que Cristo ha resucitado es la transformación de aquel grupo de pescadores ignorantes y atemorizados, cuyo líder ha sido ejecutado a las puertas de Jerusalén, la confluencia de sus testimonios. Jesús ahora atraviesa paredes, está y no está, despierta la duda o inflama el corazón» (M. Lamet).

sábado, 8 de abril de 2017

La sabiduría de la cruz


Hay muchas clases de cruces. Hay cruces de oro, de plata, incluso para condecorar con ellas algún mérito. Hay cruces inevitables: la edad, el clima, la convivencia, el trabajo.

Hay cruces de competición, cuando la persona aguanta más que nadie.

Hay cruces que te imponen los otros, por su forma de ser, porque no se dan cuenta…

Está la cruz que acompaña a cada profesión y vocación, la del deber, la del matrimonio…

Está la cruz del que sufre con amor y ayuda a los otros a llevarla. Y está la del que se resiste a tomar la cruz y sufre a regañadientes.

Existe la tentación de buscar una cruz a la medida, que no pese y que no caiga grande. Siempre la cruz de los otros parece mucho más pequeña que la nuestra, por supuesto.

Sin la cruz es imposible comprender quién es Jesús. Seguirlo significa estar dispuesto a darse uno mismo (Mc 8,35), a ser el último (Mc 9,35), a beber el cáliz y cargar con la cruz (Mc 10,38). La verdad es que todos los que han estado cerca de Jesús han participado del Calvario... y les ha tocado alguna astilla de la gran cruz.

Es necesario permanecer creyentes en medio de los sufrimientos, porque “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Hch 14,22). La fe, la esperanza y el amor son los únicos medios que tenemos para descubrir el sentido y la sabiduría de la cruz y llevarla como tantos otros que han seguido a Jesús.

Las cruces abundan por doquier en las mil y una situaciones de la vida ordinaria de todos conocidas y por muchos experimentadas.

Por eso quien ha descubierto la sabiduría de la cruz, le agradece a Dios todo: ¡la cruz y el amor. Papini, el gran convertido al catolicismo, sigue viendo en el mundo una gran Cruz invisible, plantada en medio de la tierra. “Bajo esa Cruz gigantesca, goteando sangre todavía, van a llorar y buscar fuerzas los crucificados en el alma… y que todos lo Judas no han podido desarraigar”.

La cruz es sinónimo de cualquier clase de sufrimiento, dolor, bien del cuerpo como del alma: enfermedades, soledades, injusticias, muertes…¿Por qué la cruz, de dónde viene el mal? El sufrimiento nos viene de la misma naturaleza, por las leyes físicas o de nuestros pecados: envidia, avaricia, lujuria…

Si somos seguidores de Jesús, no ha de faltarnos la cruz. Cada persona tiene una forma de llevarla. San Juan de la Cruz, que supo de cruces y desprecios, que buscó el padecer y ser despreciado, también conoció la cruz a secas, la saboreó y la abrazó. Cuenta su biógrafo, fray Alonso de la Madre de Dios, que “orando ante una imagen de pincel muy lastimosa de Cristo nuestro Señor con la cruz a cuestas le habló el mismo Señor por medio de la imagen y le dijo: ‘Fray Juan, ¿qué quieres te conceda por lo que por mí has hecho?’ A lo cual respondió: ‘Señor, concededme que padezca yo trabajos y sea menospreciado por vos”. La cruz tiene que servirnos para acercarnos a Dios y a los otros, para hacernos mansos y humildes de corazón. Nos ayudará a encontrar sentido a la cruz recordando:

León Felipe en un poema dedicado a “La Cruz” escribe:

“Hazme una cruz sencilla, carpintero… 

sin añadidos ni ornamentos, 
que se vean desnudos los maderos, desnudos… 
y decididamente rectos: 
los brazos, en abrazo hacia la tierra, 
el astil disparándose a los cielos”.

sábado, 1 de abril de 2017

Y junto a la cruz estaba María


En el trascoro de la catedral de Palencia nos encontramos con un pequeño retablo dedicado a los Siete dolores de la Virgen, obra del pintor flamenco Jan Joset de Calcar y encargado por el obispo Juan Rodríguez de Fonseca.

El anciano Simeón había predicho que una espada de dolor atravesaría el alma de la Madre de Jesús. Y efectivamente, siete cuchillos atravesaron el corazón de la Virgen: La profecía de Simeón, la huida a Egipto, la pérdida de Jesús en Jerusalén a los 12 años, el encuentro de María con su Hijo en la calle de la Amargura, la agonía y la muerte de Jesús en la cruz, el descendimiento de la cruz; la sepultura del cuerpo de su hijo.

Hay varias advocaciones referentes al dolor que padeció María: la Virgen de las Angustias, la Dolorosa, la Virgen del Martirio, de la Espada... La madre siempre estuvo unida al dolor y a la muerte de su hijo, “varón de dolores”, “desecho de la humanidad”, “siervo de siervos”, “cordero llevado al matadero”, como le llamaron los profetas.

María vio cómo su hijo, nada más nacer, es perseguido a muerte y tiene que huir.

La imagen de la Piedad, la Virgen María cargando a su Hijo muerto en su regazo, expresa el amor y el dolor de la Madre Santísima. Y expresa, también la esperanza. Ella sabía, sin poderlo entender del todo, que la muerte de su Hijo no sería el final de la historia.

El tema de los dolores de la Virgen se desarrolla en la piedad popular y en el arte en la Edad Media. Desde el siglo XI por influencia de San Anselmo y San Bernardo, la devoción de los fieles comenzó a centrarse en la pasión de Cristo y en el dolor de la Virgen. Una espada atravesó el alma de la Virgen, la llamada la Virgen de los Dolores o de las Angustias.

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,25-28). La madre acompaña al hijo en todos los acontecimientos de su vida, grandes y pequeños; pero está presente en el momento del dolor. Así estuvo María con Jesús, en Jerusalén, en el Calvario, “junto a la cruz”. Y junto a la cruz oyó a su Hijo perdonar. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

El Concilio Vaticano II habla así de María al pie de la cruz: “También la Santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Hijo unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (LG,58).

María conocía el dolor y sabía que la noche que le esperaba era muy negra; pero nunca imaginó que fuera tan larga y tan profunda. La Virgen de los Dolores nos invita a participar en su dolor. Mejor dicho, nos invita a participar en el dolor de su Hijo. Jesús preanuncia su crucifixión y dice: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-35).

María nos acompaña en nuestro dolor y en nuestra cruz, como acompañó a su hijo.

Jesús invita a llevar la cruz.