domingo, 29 de julio de 2018

DALES DE COMER


«Él les contestó: Dadles vosotros de comer. Ellos le dicen: ¿Vamos nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?» (Mc 6,37).
Jesús no lo consiente: «Él les contestó: Dadles vosotros de comer. Ellos le dicen: ¿Vamos nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?» (Mc 6,37). Y él mismo se aplica a la tarea de alimentar a la muchedumbre: «Entonces les mandó que se acomodaran todos por grupos sobre la verde hierba Y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los iba dando a los discípulos para que se los fueran sirviendo. También repartió entre todos los dos peces. Es cierto que, en esta narración de Marcos, Jesús se vale de los discípulos —y quizás también de las discípulas— para distribuir la comida. En general, la gente hizo caso y se acomodó sobre la hierba, hicieron como él mandaba porque le creían y por eso fueron saciados. Aunque el relato evangélico no lo dice debió haber algunos que mientras todo se organizaba decidieran irse a los poblados porque no confiaban y por no tener «fe», es decir «confianza» en Jesús se perdieron aquella «comida» que él preparó.
Jesús se sirvió de este «lugar» universal del alimento compartido para prometer y anunciar la inauguración del «Reino». La verdadera «materia» sacramental no es la «mesa». En este ambiente de comida compartida en múltiples ocasiones realizó actos significativos —quizás prefiguraciones de la Eucaristía que instituyó durante su última Cena Pascual, poco antes de su muerte—, y en esas ocasiones no había mesa presente: Por ejemplo, Mt 15,35; Mc 8,8; Lc 9,14-15 coinciden en que una multiplicación de panes y peces ocurrió de improviso y que todos comieron echados sobre la hierba. Invitando a compartir alimentos y aceptando compartir la que ofrecen otros se crean ocasiones extraordinarias para construir, afirmar y expandir comunidad y, por tanto, dar testimonio de Jesús y anunciar su Evangelio. Jesús sentó el precedente de ello y tan seguro estaba de que compartir la mesa era algo bueno que lo hizo desafiando convencionalismos y arriesgándose a reproches y condenaciones que últimamente contribuyeron a su condena a muerte por blasfemo. En efecto, fue causa de escándalo cuando compartió mesa con publicanos, prostitutas y cobradores de impuestos, es decir, aquellas personas que más frecuentemente eran consideradas marginales o inaceptables en el Israel de su época. A menudo, admitámoslo, igual que los discípulos preferimos el camino fácil, el de despedir a la gente y abandonarles cada uno a su propia suerte, aunque sea tarde y lo justificamos diciendo con cierto excesivo realismo que lo hacemos para aumentar las posibilidades de que nadie se quede sin. Siempre podemos encontrar razones, mejores o peores para explicar nuestra pereza e insensibilidad, nuestro desamor o nuestros miedos a las críticas y los reproches.
Vivimos divididos. Hemos levantado muros para alejar a los que nos molestan por su color, lengua o religión. No hay seguridad en nuestras calles, no hay libertad de expresión. Hemos sacado a Dios de las escuelas, de los hogares, de la vida pública. Vivimos en una sociedad que propicia el hedonismo. Hemos caído en lo que Benedicto XVI llamó la «facilonería» de la vida que nos embota la mente con egoísmo y apegos. Sufrimos de una gran pobreza, ya que «la primera pobreza de nuestros pueblos es no conocer a Cristo» (Teresa de Calcuta).
Uno de los grandes problemas de nuestra humanidad es la cantidad de personas que padecen hambre. Librar a la humanidad del hambre y la malnutrición requiere no sólo habilidades técnicas, «sino sobre todo un genuino espíritu de cooperación que una a todos los hombres y mujeres de buena voluntad», exhorta Benedicto XVI. El Papa constató los obstáculos para acabar con el flagelo del hambre: «conflictos armados, enfermedades, calamidades atmosféricas, condiciones ambientales y desplazamiento forzoso masivo de población».
No se terminará el hambre en el mundo ni habrá paz mientras no haya una mayor justicia social. Necesitamos la paz, cierto, pero ésta sólo arraiga en la justicia. Todos, de alguna forma, somos responsables del hambre de nuestros hermanos. ¿Cuándo lograremos que todos puedan comer y saciar su hambre?  

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lunes, 16 de julio de 2018

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Desde los antiguos ermitaños que se establecieron en el Monte Carmelo, Los Carmelitas han sido conocidos por su profunda devoción a la Santísima Virgen. Ellos interpretaron la nube de la visión de Elías (1 Reyes 18, 44) como un símbolo de la Virgen María Inmaculada.  Ya en el siglo XIII, cinco siglos antes de la proclamación del dogma, el misal Carmelita contenía una Misa para la Inmaculada Concepción.
        El Escapulario es un símbolo de la protección de la Madre de Dios a sus devotos y un signo de su consagración a María. Nos lo dio La Santísima Virgen. Se lo entregó al General de la Orden del Carmen; San Simón Stock, según la tradición, el 16 de julio de 1251, con estas palabras: «Toma este hábito, el que muera con él no padecerá el fuego eterno».
También destaca entre las más antiguas formas de culto, especial y necesario a María Santísima, que cooperan a que «al ser honrada la Madre, sea mejor conocido, amado, glorificado el Hijo, y que, a la vez, sean mejor cumplidos sus mandarniento» (L.G. 66). La celebración de la Virgen del Carmen, 16 de julio, está entre las fiestas «que hoy, por la difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente eclesiales» (Marialis Cultus 8).
 «Este culto se convierte en camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica» (M. C. 32).
Entraña, pues, la experiencia de unas vivencias marianas y espirituales. Ya que «ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles... porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios» (M. C. 35).
La Virgen nos enseña a:
Vivir abiertos a Dios y a su voluntad, manifestada en los acontecimientos de la vida.
Escuchar la Palabra de Dios en la Biblia y en la vida, a creer en ella y a poner en práctica sus exigencias
Orar en todo momento, descubriendo a Dios presente en todas las circunstancias
Vivir cercanos a las necesidades de nuestros hermanos y a solidarizarnos con ellos.
Introduce en la fraternidad del Carmelo, comunidad de religiosos y religiosas, presentes en la Iglesia desde hace más de ocho siglos, y compromete a vivir el ideal de esta familia religiosa: la amistad íntima con Dios en la oración.
Juan Pablo II, con una cordialidad no menos entrañable que la de Pío XII, les ha escrito al Prior General de la Orden de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María, Joseph Chalmers, y al Prepósito General de los Hermanos Descalzos de la misma Orden, Camilo Maccise: «También yo llevo sobre mi corazón, desde hace mucho tiempo, el Escapulario del Carmen. Por el amor que siento hacia nuestra Madre celestial común, cuya protección experimento continuamente, deseo que este año mariano ayude a todos los religiosos y las religiosas del Carmelo y a los piadosos fíeles que la veneran filialmente a acrecentar su amor y a irradiar en el mundo la presencia de esta Mujer del silencio y de la oración, invocada como Madre de la Misericordia, Madre de la esperanza y de la gracia». Estos nobles deseos del Santo Padre, estoy seguro que son los deseos mismos de los organizadores de este acto, los de todos los que habéis venido para participar en él, y los míos personales».