sábado, 30 de noviembre de 2019

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HACER DE LOS SUEÑOS UNA REALIDAD


“Dicen que la gran enfermedad de este mundo es la falta de fe o, dicho de otro modo, la crisis moral por la que atravesamos. Yo no lo creo. Me temo que lo que está agonizante es la esperanza, el redescubrimiento de las infinitas zonas luminosas que hay en las gentes y cosas que nos rodean” (J.L. Martín Descalzo). 

Nuestro mundo no marcha todo lo bien que debiera. Los problemas que le afectan son muy antiguos: hambre, violencia, muerte, racismo y división entre los seres humanos. Los medios de comunicación nos hablan constantemente de guerras, robos, paro, corrupción. Surgen nuevas esclavitudes y hay una gran pérdida de valores. No hay pan y agua para todos. O está mal repartida, y el pesimismo y la desesperanza se adueñan de muchos corazones.

El fundamento de esta esperanza es Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. En Él confiamos y por eso esperamos. La esperanza sin confianza no es nada. Esperamos en y a Dios. No cualquier otra cosa, por buena y saludable que ésta sea. Nuestro corazón inquieto busca desesperado, a través de todo lo que le rodea, ese rostro insondable de Dios que le seduce aún cuando no le ve. Y el contenido de la esperanza son las promesas de ese Dios que nos ha hablado con nuestro lenguaje humano, prometiéndonos algo tan asombroso como participar de su divinidad y vivir una vida feliz y eterna. 

Dios es nuestra esperanza en Cristo. Esperamos porque Él es la prenda de la fidelidad de Dios, la certeza de que no nos abandona y de que estamos salvados. El testimonio de los cristianos comprometidos se agiganta. Decía Chesterton que “cada época es salvada por un puñado de hombres y mujeres que tienen el coraje de ser inactuales”. Quizás lo inactual sea esperar en medio de un mundo donde tantas cosas van mal y nos desaniman a creer y amar. Nos salvamos cuando somos capaces de esperar mínimamente, de creer y amar. Entre los muchos testigos de la Esperanza uno puedes ser tú, amigo lector. San Juan de la Cruz escribió: “la esperanza tanto alcanza cuanto espera”.

La esperanza no es sino la motivación que una y otra vez nos recuerda a quién esperamos y por qué. Y en ese recuerdo nos moviliza a actuar, a recrear con nuestra vida un mundo más humano y mejor, donde los problemas tengan solución y donde nadie se pueda sentir marginado o sólo.
Si nos abrimos a la esperanza, todo recobrará luz y color, todo se llenará de sentido. Dios es nuestra esperanza, nuestra fuerza y, aunque, a veces nos falta el ánimo para poder superar los baches y contrariedades; es necesario creer de verdad que nos cuida y está presente incluso en los momentos más difíciles, tanto en la vida como en la muerte.

“La esperanza no es un sueño, sino una manera de hacer que los sueños sean realidad”, afirmaba el cardenal Suenens. Todo depende de Dios, pero también todo depende del ser humano. Dios nos da la semilla, pero somos nosotros los que tenemos que sembrarla. Él se encargará de hacerla crecer, con nuestra ayuda, claro está. No hay crecimiento sin Él. 

Estamos en Adviento, es tiempo de espera y esperanza, tiempo de revestirse de Cristo, de hacer de nuestros sueños una realidad.


domingo, 27 de octubre de 2019


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ES BUENO ESCUCHAR SIEMPRE



Oimos, pero no escuchamos.Escuchar es distinto de oír. Oímos ruidos, palabras y lo hacemos sin que intervenga nuestra voluntad. Oímos sin querer. El escuchar es un acto consciente, voluntario y libre. Escuchar no quiere decir no hablar; escuchar es algo más que estar callados. Con frecuencia escuchamos sin oír, del mismo modo que también oímos sin escuchar. Escuchamos sin oír cuando queremos confirmar nuestras ideas en lo que dicen los demás. Por querer escuchar algo preciso, se obstaculiza el simple oír.
A medida que amamos a una persona, la escuchamos con benevolencia, ya que la palabra y el silencio sirven al amor. El nivel más profundo de comunicación se realiza por medio del amor, pues el amor une; cuando detestamos a alguien, no lo escuchamos y si podemos herirlo con nuestra palabra y silencio, lo hacemos y nos quedamos tan tranquilos.
En nuestras relaciones humanas y divinas oímos, pero escuchamos menos. ¿Cómo restaurar, pues, en nosotros la doble capacidad de oír y escuchar?
Escuchar a Dios. Dios está continuamente dando señales de vida, y lo nuestro debe ser el estar como un centinela o un radar para captar su presencia. El Señor se complace en aquellos que escuchan su palabra y les colma de bendiciones, da vida al alma, y establece su morada en medio de su pueblo. Escuchar a Dios: esa es la fuente de la felicidad y la vida. Para escuchar a Dios hay que hacerlo en el momento presente en que vivimos y hay que llevar lo que se escucha a la vida.
Quien es de Dios escucha a Dios y al ser hijo de Dios se ha de escuchar al pobre, al huérfano y al necesitado. Escuchar la voz del Señor es no endurecer el corazón. Quien escucha al Señor encontrará vida en su alma .Todo el que es de Dios escucha sus palabras y las pone en práctica. Todo el que pertenece a la verdad escucha su voz. Quien quiera tener vida deberá vivir a la escucha de todo lo que sale de la boca de Dios; en actitud de escucha a Dios debe permanecer quien pretenda seguir sus caminos.
            La escuchar a Dios ha de ser en el aquí y en el ahora, ya que él habla en la historia. “La escucha de la palabra hay que hacerla, por consiguiente, ‘hoy’. No en otro momento ni en otro día. La escucha no admite dilaciones. Dios me está hablando en todo momento. Tengo que escuchar. Hay urgencia en el hoy de Dios. Hoy quiere dialogar conmigo y salvarme, hoy me ofrece su vida y amistad” (V. Barragán Mata). La respuesta será escuchar lo que dice el Señor, acoger su palabra y grabarla en el corazón. En esta actitud han de caminar los que tratan de discernir y seguir la voluntad de Dios. Hay que escuchar a Dios en nuestro hoy y en nuestra historia. Lo suyo es hablar, lo nuestro es escuchar. Debemos escucharle en todo momento y en todo lugar. Y si escuchamos a Dios, debemos también escuchar al otro, al hermano y a nosotros.
Escuchar al corazón y con el corazón. El corazón es el lugar de la confianza, una confianza que puede llamarse fe, esperanza o amor. Para escuchar a Dios y a los otros es necesario el ayuno del corazón. Confucio dice que “el objetivo del ayuno es la unidad interior… El ayuno del corazón vacía las facultades, te libera de las limitaciones y de las preocupaciones. El ayuno del corazón da a luz la unidad y la libertad... La ventana no es más que un agujero en la pared, pero gracias a ella todo el cuarto está lleno de luz. Así, cuando las facultades están vacías, el corazón se llena de luz”.
            Vivimos con nuestra cabeza: pensamientos, ideas, preocupaciones. Una cabeza llena de trabajo acaba por rendirse. Hay que vivir desde el corazón, que es el centro de la persona, lugar del encuentro conmigo mismo, con los demás y con Dios.
            Son muchas las dificultades que encontramos para escuchar a Dios y a los otros. Entre ellas está la prisa. En la historia de M. Ende, Momo, se describe una sociedad enfermando progresivamente por falta de tiempo. El antídoto está encarnado por Momo, quien tiene la capacidad de escucha, la acogida, el juego…

“Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de repente cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él”.

domingo, 15 de septiembre de 2019


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Esta parábola de la misericordia del Padre ha tocado y seguirá tocando el corazón de muchos padres e hijos, pues es una realidad de muchos hogares. La familia del Hijo Pródigo es una familia de las nuestras, por eso nos llega tanto el mensaje.  De todas las palabras de Dios ésta ha despertado el eco más profundo… Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables personas… Y el que lo oye por centésima vez es como si lo oyera por primera vez” (Péguy). Y en esta parábola, al final, triunfa el amor. Quien ha probado el amor de Dios, jamás podrá olvidarlo.
  Las dificultades en las relaciones de padres e hijos es muy vieja. Oseas presenta al hijo rebelde y el Padre irascible que perdona. En uno de sus poemas presenta a Dios como un padre totalmente entregado a su hijo: le enseña a andar, lo lleva en brazos, se inclina para darle de comer; pasando de la metáfora a la realidad, cuando era niño lo liberó de la esclavitud de Egipto. Pero la reacción de Israel, el hijo, no es la que cabía esperar: cuanto más lo llama su padre, más se aleja de él; prefiere la compañía de los dioses cananeos, los baales. Dios lo podía haber castigado, pero se le conmueven las entrañas y lo perdona (Os 11, 1-9). A Dios no le cuesta perdonar, es su oficio,  pero hay personas que no quieren que perdone.
  San Lucas introduce en la parábola un nuevo personaje que no estaba en Oseas ni Jeremías: un hermano mayor, que nunca ha abandonado a su padre y ha sido modelo de buena conducta, pero cuando vuelve su hermano se dirigiré al padre como los escribas y fariseos se dirigen a Jesús: con insolencia, reprochándole su conducta. Al padre le duele la reacción de su hijo mayor, pues el menor “estaba muerto y ha revivido. Estaba perdido y ha sido encontrado”
  La parábola es como la vida misma. Va a dirigida a nosotros. El final de la parábola queda abierto, porque lo tiene que terminar cada uno. La parábola hace preguntas profundas, descubre lo que hay en el corazón, nos coloca ante la ternura del Padre.
  Nosotros que nos identificamos y somos, al mismo tiempo, el hermano menor y el mayor, tenemos que llegar a tener la misma actitud del Padre y reproducir la figura del Padre. "Sed misericordiosos como vuestro padre es misericordioso". El relato nos tiene que hacer ver, que siempre habrá en nuestra vida, etapas que hay que superar por imperfectas.