sábado, 12 de diciembre de 2015

Todos somos necesarios.


Hay que tener “valor” para matar a su padre, ¿no? ¿Se puede esperar algo de una persona así? Purgó su pecado. Soñó, eso si, con la libertad, con una vida de suerte y comodidades…Pero, ¡ay!, una vez libre se carece de libertad para vivir como uno quiere, y a veces hasta para vivir “a secas”. No tenía amigos, no encontraba trabajo, su salud estaba quebrantada. ¿A rodar por las calles, a mendigar o asaltar? “¿Para esto pasar lo que pasé en la cárcel? ¿Para esto esperar…tanto? La vida no valía la pena para él, y decidió quitársela. Allí yacía, bañado en sangre, hasta con “mala suerte” para eso… ¡No murió! Un ángel de su persona y de la sociedad, un joven, como si averiguara lo que podría llegar a ser ese suicida, le llevó a un cura, al abbé Pierre, célebre por su dedicación a los marginados. Este, sin más medios de ayuda que su corazón y su debilidad, se limitó a decirle esta frase cariñosa: “Mire, amigo, no le puedo dar nada, no tengo nada; estoy enfermo y me dedico a cuidar ancianos, abandonados, madres solteras…apenas tengo quien me ayude… ¿Por qué no me echa usted una mano?” Aquel suicida llegó a ser el cofundador, con el abbé Pierre, de los Traperos de Emaús, extendidos por todo el mundo, arreglando problemas de los más abandonados con los desechos (trapos, chatarra…) de nuestra sociedad…


Alfonso Francia



Nadie es inútil en esta vida. Todos somos necesarios. A veces las caídas más aparatosas, el verse hundido y sin salvación, es lo que salva a mucha gente de vivir condenada a una rutina infructífera. La conversión llega, a veces, desde el estiércol del olvido y de la frustración. Y desde la muerte surgen miles de espigas, que sin aquel grano de trigo hubieran quedado sin vida y sin fruto.

Para convertirse, para cambiar, es necesario escuchar. Escuchar es algo más que oír. Es estar atento a la llamada de Dios y a la llamada de los hermanos. Requiere una labor continua, limpiar, espabilar el oído mañana tras mañana, como buen discípulo y poder decir: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1Sam 3.10). Saber escuchar a Dios cada día, educa el oído para escuchar a los demás y viceversa.

Es necesario ver en los otros y en uno mismo la obra de Dios, amarse, valorarse, sentirse feliz y descubrir el valor de la vida. La persona tiene que sentirse feliz de ser ella misma y dar gracias a Dios por su existencia y por ser tal como es. Cada persona “representa algo nuevo, algo que antes nunca existió, algo original y único. La tarea prevista de cada persona es la actualización de ese carácter único, de sus potencialidades, nunca antes dadas” (Martín Buber).

Al perder el sentido de la vida, el valor de sí mismo, al no reconocerse uno como obra maestra de Dios y no escuchar las voces de quienes nos piden que les echemos una mano, se cae fácilmente en el tedio y la rutina, en la depresión y en la desesperación, llegando a poner en duda el valor mismo de la vida. Descubrir que todos somos necesarios en este caminar, llena de alegría el corazón y envuelve a toda la persona en un gran deseo de gastar las fuerzas por la construcción de un mundo mejor.

“Nadie es inútil en el mundo mientras pueda aliviar la carga de sus semejantes” (Charles Dickens), mientras pueda aligerar el peso del otro, mitigar sus necesidades, consolar al triste, acompañar al solitario y vendar corazones desgarrados.

Dios es el que consuela, venda, sana, convierte, cambia, da la vida, fe, amor, esperanza. El es el único que puede hacer los imposible; pero cada persona puede ayudar a Dios a hacer que todo lo que el hace, sea a través del canal y pobre instrumento humano. En este sentido, todos somos necesarios.

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