viernes, 27 de marzo de 2015

AMÓ HASTA EL FINAL.


Jesús nos amó hasta el final, dio la vida por nosotros. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,2). Una de las características del amor de Cristo es que no tiene límites. Él se rompió amando, con sus palabras, con sus manos, con sus gestos, con sus actitudes. En aquella tarde, Jesús amó a los suyos como nadie los había amado hasta entonces, los amó hasta el límite, hasta el fin, hasta el extremo, hasta dar la vida. Jesús demostró este amor al otro en el servicio y en el estar atento en las cosas pequeñas; así lo hizo al lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,5). Echar agua, lavar, secar los pies, era un oficio de esclavos y él se convierte en esclavo, en servidor; se empobrece, se rebaja poniéndose a sus pies.

Jesús fue un hombre especial, extraordinario en generosidad, bueno de verdad, con una bondad de calado profundo, que pasó haciendo el bien sobre la tierra y curando a los oprimidos por el mal, porque Dios estaba con él (Hch 10,38). Lo radical de su bondad estaba en el hecho de su estar a la escucha de las necesidades de los otros. Por eso Pablo aconsejaba a los cristianos como norma de vida el mantener fijos los ojos en él, para tener sus mismos sentimientos, para obrar como él. Fue enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, a proclamar la liberación a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a dar libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4,18-19).

En sus enseñanzas repetía que lo más importante era buscar a Dios, su reino, que no se preocuparan de lo demás. Mil veces invitaba a sus oyentes a no tener miedo, a no dudar, a creer de verdad. A todos les dio ejemplo de amor y el amor fue su único mandato.Nunca condenó a nadie, trató de salvar a todos, de dar vida y de ser vida y fuente de agua viva. Él murió, como decía Isaac de Nínive, para «hacernos prisioneros del amor». El «amarás a Dios con todo tu corazón y toda tu alma», encuentra su nueva plenitud en la palabra y en vida de Jesús. Dios era, para él, el único bueno, el Padre amoroso que buscaba la oveja perdida. Él vino para los casos difíciles, para salvar lo que estaba perdido.

Jesús les dejó como mandamiento a sus discípulos el amarse: «Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros; que, como yo os he amado, así os améis entre vosotros» (Jn 13,34). Por eso insistía Juan: «Amigos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1 Jn 4,7). Juan era un experto en la ciencia del amor, había comido junto a Jesús y había sentido el latir del corazón del Amado. En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros, en que ha mandado a su Hijo unigénito al mundo para que nosotros vivamos por él (1 Jn 4,9). Para Juan el amor es la piedra angular del reino de Cristo y exhorta siempre a los hermanos al amor recíproco.

Juan aprende muy bien la lección del amor, como lo más importante y como lo único que merece la pena enseñarse. La primera carta de Juan es una joya. El que ama a su hermano, nos dice, ese es hijo de Dios y ha pasado de la muerte a la vida. El que ama de verdad es capaz de dar su vida por el otro y compartir sus bienes con el necesitado.
Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1 Jn 4,20). Si amamos al hermano, Dios permanece en nosotros (1 Jn 4,12) y si alguien ama a Dios, ame también a su hermano (1 Jn 4,21).
Quien comprende y experimenta lo que es el amor, no puede menos que gritar como Francisco de Asís: «Dios es amor, amor, amor». «Dios es amor, quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (Jn 4,16).

Jesús amó hasta el final y dio su vida para que nosotros la tuviéramos en abundancia.

viernes, 20 de marzo de 2015

Tuyo es el cielo.



            Un hombre mientras caminaba por el bosque, encontró un aguilucho. Se lo llevó a su casa y lo puso en su corral. Allí aprendió a comer la misma comida que los pollos y a conducirse como éstos. Un día, un naturalista le preguntó al propietario por qué un  águila tenía que permanecer encerrada en el corral con los pollos.

            Como le he dado la misma comida que a los pollos y le he enseñado a ser como un pollo, nunca ha aprendido a volar, respondió el propietario. Se conduce como los pollos.

            Sin embargo, insistió el naturalista, tiene corazón de águila y con toda seguridad, se le puede enseñar a volar.

            Los dos hombres convinieron en averiguar si era posible que el águila volara. El naturalista la cogió en sus brazos suavemente y le dijo: “Tú perteneces al cielo, no a la tierra. Abre las alas y vuela”.

            El águila sin embargo, estaba confusa; no sabía qué era y, al ver a los pollos comiendo, saltó y se reunió con ellos de nuevo.

            Sin desanimarse, el naturalista llevó al águila al tejado de la casa y le animó diciéndole: “Eres un águila. Abre las alas y vuela”. Pero el águila tenía miedo y saltó una vez más en busca de la comida de los pollos.

            El naturalista el tercer día, sacó el águila del corral y la llevó a una montaña. Una vez allí, alzó al rey de las aves y le animó diciendo: “Eres un águila. Eres un águila. Abre las alas y vuela”.

            El águila miró alrededor, pero siguió sin volar. Entonces, el naturalista la levantó directamente hacia el sol; el águila empezó a temblar, a abrir lentamente las alas y, finalmente con un grito triunfante, voló alejándose en el cielo.

            Que nadie sepa, el águila nunca ha vuelto a vivir vida de pollo. Siempre fue un águila, pese a que fue mantenida y domesticada como un pollo.

James Aggrey
  
            “Tú perteneces al cielo, no a la tierra. Abre las alas y vuela”. Era la primera vez que oía estas palabras aquel aguilucho que toda la vida había vivido como un pollo. El tenía corazón y alas de águila, pero no lo sabía, porque desde pequeño había vivido como pollo y nadie le había infundido corazón de águila. Hasta que un día llegó alguien que le animó a volar y …todo resultó fácil.

            El cristiano es ciudadano del cielo. Tiene corazón de cielo, pero muchas veces se ha acostumbrado a las cosas de la tierra. Tanto se le ha pegado el polvo del camino, que se ha olvidado de que existe otra patria, la definitiva. Por eso necesita de alguien que le ayude a educar el corazón, para que éste pueda amar y dejarse guiar por la luz divina.

            “Siempre ande deseando a Dios y aficionando a El su corazón”, decía San Juan de la Cruz. Del deseo brota el amor, y según sea el amor, así crecerá el cuidado y la dedicación por lo que se ama. Y si se busca y se ama a Dios, todas las otras necesidades pasarán a un segundo plano. Para amar a Dios se necesita dejar a un lado lo que va en contra de ese amor, pues “los bienes inmensos de Dios no caben ni caen sino en corazón vacío y solitario” (San Juan de la Cruz, Carta a Leonor de San Gabriel, de 8 de Julio de 1589).


            “Tú perteneces al cielo, no a la tierra.” Abre tu corazón al señor y vuela. Todos hemos sido creados para volar, para dar un salto más alto, más bajo, con más o menos miedo, porque se nos ha dado un corazón para volar.

viernes, 13 de marzo de 2015

Parábolas de Luz y Vida.


            ¿Por qué Jesús hablaba en parábolas? ¿Por qué usó este lenguaje para revelar a la gente el misterio del Padre? ¿Por qué nosotros, cuando hablamos de Dios y de la vida, no usamos  las parábolas con tanta frecuencia?

            Las parábolas son muy características de Jesús, las usa como pequeñas historias, imágenes concretas y comparaciones tomadas de la naturaleza y de la vida con la finalidad de transmitir una enseñanza. A través de ellas habla del Reino de Dios, de las distintas situaciones de la vida, del crecimiento…Parece como si fueran sal y luz para entender un poco más al Padre de todos, que se hace niño hasta en su palabra.

            “No despreciéis los cuentos, dice Anthony de Mello. Cuando se ha perdido una moneda de oro, se encuentra con la ayuda de una minúscula vela; y la verdad más profunda se encuentra con la ayuda de un breve y sencillo cuento”.

            Efectivamente, un breve y sencillo cuento, una parábola, no sólo fascina a los pequeños, sino que entusiasma a los mayores. Quien tiene la habilidad de sazonar el contenido más profundo con una historieta oportuna y a su debido tiempo, no sólo se ganará al público, sino que logrará que la enseñanza llegue más clara y con más garra. Así lo conseguía el Amigo de todos: Jesús.

            Cuando acudimos a un restaurante, lo más importante es, sin duda, la calidad de los alimentos. No obstante, a la hora de la verdad valoramos una serie de aspectos secundarios, pero que influyen decisivamente en la satisfacción que nos produce aquella comida, como la decoración del lugar, la habilidad del cocinero, la presentación de los platos, la amabilidad de los camareros, etc.

            Cuando escuchamos una charla u homilía, lo más importante es sin duda el contenido doctrinal. Pero con frecuencia los oyentes quedan más impresionados por aquella imagen, aquel ejemplo tomado de la vida real, que es como la guinda que pone el cocinero en la comida, y que, en definitiva, dará como resultado que aquella doctrina se pueda retener fácilmente en la memoria y pase a convertirse en vida.

            Un día que escuchaba una charla de alta espiritualidad, me senté junto a un niño inquieto y juguetón. No parecía estar este chaval muy interesado en el tema que se trataba. Al final de la charla le pregunté en voz baja qué era lo que más le había gustado. Los cuentecitos, fue su respuesta.

            Aquel día me di más cuenta de la importancia que tiene el usar de todos los medios que tenemos a nuestro alcance para que la semilla que lanzamos germine. Eso me animó a seleccionar parábolas, cuentos, leyendas fábulas…En este libro aparecen cien de ellas, tomadas de diferentes autores, especialmente contemporáneos.

            ¿Por qué el título de parábolas de luz y vida?

            Todas las parábolas y sus comentarios nos hablan de luz y de vida desde algún punto de vista. La luz nos viene de Dios y con ella podemos iniciar el camino de conversión que nos lleva a la libertad y a amar la vida.

            La luz nos apasiona. Sin ella andamos a tientas y a oscuras. Nuestros ojos, bañados de la luz de Dios, nos ayudan a ver profundamente las diversas maneras por las que habla el Creador con su voz potente, magnífica e irresistible a través de la capacidad de amor que hay en cada ser humano.

            Son muchos los que han prendido su luz en el cirio de la Pascua y cada día se comprometen y dan alguna gota de su sangre por una causa noble y justa. En cada parábola lo pondré de manifiesto a base de palabras de la Sagrada Escritura, de los santos carmelitas y maestros universales de espiritualidad, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, de los santos de todos los tiempos y de otros autores espirituales que con sus plumas o sus vidas han servido de guías a tantas personas para enderezar sus caminos.

            La vida es la otra palabra que califica a estas parábolas. Dudé en poner la palabra amor, pero creo que quien ama de verdad, tiene vida y comunica vida. He preferido el término “vida”, porque quiero que estas reflexiones ayuden a vivir más plenamente, sin frenos ni cadenas, a tanta gente que a fuerza de amor y sacrificio, tratan de cambiar una triste realidad de hambre, odios y enfermedades por otra más humana y más cristiana.

            La vida es muy difícil. Así lo afirmaba Pablo VI en su testamento con tres palabras contundentes: “La vida es dolorosa, dramática, magnífica”. Tres calificativos esclarecedores que presentan a la vida como una lucha que merece la pena sostener.

            No debemos esconder la luz que nos llega, ni quedarnos de brazos cruzados, amarrados en preguntas inútiles y sin sentido. Sólo pueden salvar a nuestro mundo personas que amen y defiendan todo lo que huele a vida, luchando sin tregua, con paciencia y perseverancia. El miedo al futuro, los fracasos del pasado, el envejecimiento de nuestros sueños, pueden ir secando nuestro corazón y amortiguando o matando las ganas de vivir y de luchar. “La libertad como la vida, sólo la merece quien sabe conquistarla todos los días” (Goethe).

            Para  rejuvenecer los ánimos y poder seguir adelante en la lucha de cada día necesitamos tres actitudes importantes:

            No dar entrada en nuestra mente a la duda ni a las sombras.
            No escuchar a los profetas de desventuras.
            Hacer todo lo que esté a nuestro alcance.
            Par poner en práctica estas tres consignas, nos pueden ayudar un proverbio chino, unas palabras de Juan XXIII y otras de Santa Teresa de Jesús.

            En primer lugar, no debemos admitir en nuestra mente ningún tipo de pensamientos negativos, ni nada que perturbe nuestra alegría.

            “Tú no puedes impedir a los pájaros de la melancolía que vuelen sobre tu cabeza, pero sí que hagan sus nidos en tus cabellos, porque poco a poco irán carcomiendo tus ideales y minarán la vitalidad de tu corazón, apagando la luz de tus ojos y tu vida” (Proverbio chino).

            Tampoco se adelante mucho profetizando desventuras y calamidades o resaltando las cosas negativas de la vida.

            “Nos parece necesario expresar nuestro completo desacuerdo con tales profetas de desgracias que anuncian incesantemente catástrofes, como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de cada esquina” (Juan XXIII).

            Lo único que resuelve son las obras. “Obras quiere el Señor” decía Santa Teresa, y fiel a esta consigna hizo todo lo que estaba a su alcance para bien de la Iglesia de su tiempo y del mundo entero. Se reunió con un grupo de mujeres llenas de fe y confianza en Dios y se dedicó con ellas a vivir en plenitud el amor, convencida que estaba a su alcance como si la solución de todos los males dependiera de ella. De ahí el valor de sus palabras:

“No haya ningún cobarde.
Aventuremos la vida,
pues no hay quien mejor la guarde
que quien la da por perdida”

(Santa Teresa de Jesús)



            De cada parábola que presentamos, se pueden sacar muchas lecciones. Ojalá se transformen en pequeños rayos de luz que nos ayuden a abrir nuestros ojos a la verdad, nos capaciten para entender a nuestros prójimos y nos dispongan a amarles con un amor sincero, desprendido y generoso. Si además contribuyen a que descubramos el verdadero rostro amoroso de Dios y a entusiasmarnos con la vida, estas parábolas habrían cumplido plenamente su finalidad.

sábado, 7 de marzo de 2015

Escuchar y ver a Dios.

  

Un sabio japonés, conocido por la sabiduría de sus doctrinas, recibió la visita de un profesor universitario que había ido a verlo para preguntarle sobre su pensamiento.
  El sabio sirvió el té, llenó la taza de su huésped y después continuó echando, con expresión serena y sonriente.
  El profesor miró desbordarse el té, tan estupefacto, que no lograba explicarse una distracción tan contraria a las normas de la buena crianza; pero, a un cierto punto, no pudo contenerse más.
 “¡Está llena! ¡Ya no cabe más!”
“Como esta taza, dijo el sabio imperturbable, tú estás lleno de tu cultura, de tus opiniones y conjeturas eruditas y complejas. ¿Cómo puedo hablarte de mi doctrina, que sólo es comprensible a los ánimos sencillos y abiertos, si antes no vacías la taza?” (Cuento japonés).

   “¡Está llena! ¡Ya no cabe más!”
 Como la taza, así estaba lleno el sabio de cultura, opiniones…La doctrina sólo es comprensible a los que se vacían, a los abiertos de corazón.
Solamente los sencillos, los vacíos de todo y abiertos al Todo pueden comprender a Dios, y aceptarlo como su tesoro. Para que Dios pueda penetrar en la mente y el corazón del ser humano, necesita éste tres actitudes fundamentales: humildad de corazón, escucharlo y dejar que Él actúe.
La humildad de corazón es una actitud indispensable para que Dios pueda entrar en el corazón humano. “Dios resiste a los soberbios, y a los humildes, en cambio, les da su gracia” (St, 4,6). La persona que abre su ser al Señor, lo reconoce como único dueño y dador de vida, fuente de todo lo bueno, santo y perfecto. Es el Dios que obra conforme a su beneplácito (Fl 2,13).
Dios es el Dios de los humildes. Sólo los humildes pueden llegar hasta Él en actitud de escucha. “Escuche quien quiera escuchar” (Ex 3,27). “Quien tenga oídos entienda” (Mt 13,9).
Dios nos habla de mil modos y maneras, pero nos habla, sobre todo, y una vez por todas, en Cristo. “Este es mi Hijo predilecto, en el cual me complazco. Escúchenlo” (Mt 17,5). Escuchar es estar bien alerta, atentos y despiertos.
 Dejar ser a Dios, dejarle actuar. Cada cristiano debe dejar que Dios se manifieste libremente, que Él sea lo que es: Luz, Fuerza, Salvación…Dios es el primero que toma la iniciativa en la historia de la salvación y Él es el que la realiza. Él es el principal agente y el principal amante. Dios se entrega del todo y quisiera que el ser humano dejase paso a su obra, que colaborara con Él. El papel de la criatura es dejar paso al Creador.
 La Virgen María representa el modelo perfecto de la persona abierta siempre a Dios, dispuesta a que Él haga su voluntad. Ella es la oyente de la Palabra. Está siempre pronta a la escucha y atenta al mensaje que se le da. “Hágase en mí según su palabra” (Lc 1,38), es su respuesta. Y la Palabra se hizo carne en sus entrañas. María acogió a Dios y le dejó que Él actuara, que fuera Él mismo.
  Cristo está a la puerta de cada corazón humano y llama (Ap 3,20) para que se le abra y Él pueda actuar como salvador. Dios, Jesús, nos habla de mil modos y maneras. Lo hace cuando estamos en la iglesia, en el trabajo, en la familia, cuando las cosas marchan fenomenalmente y cuando parece que todo se empieza a torcer. Para escuchar su voz es necesario tener todos los sentidos bien abiertos y limpios y, sobre todo, el corazón. Quien no le busca, quien no se deja encontrar por él, quien no le ama ni ama a los demás, nunca verá ni oirá Dios, ni en su vida ni en la vida de los demás.


domingo, 1 de marzo de 2015

La gran riqueza de la fe.



En estos días celebramos el Bautismo de Jesús y, los cristianos, nuestro bautismo. Renovar el bautismo es renovar la fe, el mayor don que podemos recibir en esta vida.
La fe nos permite soltarnos de lo que nos ahoga y nos impide volar. La fe es un gran tesoro. Tenemos tesoros que no somos capaces de valorar. Es como el que tiene una avioneta arrumbada en un oscuro garaje, llena de polvo y telarañas, que nunca ha usado. La avioneta está ahí sin sospechar lo que es. Cree que es un trasto más del garaje, como la estantería llena de botes o ruedas viejas. Y un día viene alguien y la saca, la limpia, le engrasa el motor, le llena el depósito de gasolina, arranca… y ¡a volar!
¿Os imagináis lo que sentiría la avioneta si fuese capaz de sentir? Creo que lo más grande no sería la emoción de notar el viento de frente con fuerza o de ver pasar a gran velocidad los bosques, los montes y las colinas desde lo alto…, sino descubrir de repente lo que en realidad era, aquello para lo que fue creada… ¡Para volar!
No podemos vivir sin Dios. Sin Él, el ser humano se convierte en un lobo para el otro. «No es verdad, aunque a veces parezca decirlo, que el hombre puede organizar su vida sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, a fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre» (Henri de Lubac). La verdad es que nadie puede vivir sin fe, sin algún tipo de creencia, sin confiar en alguien. El ser humano cree en alguien o en algo y lucha por ello. Oímos decir: «Tengo fe en tal persona», «Creo que todo saldrá bien…», etc.
Existe además la fe religiosa, la fe en Dios, en Jesús. El creyente vive de la fe. Vivir la fe es más importante que hablar de ella, y quien oye hablar de ella sin fe, no descubre nada, es como un ciego al que le explican cómo es la luz. Jesús no hace muchas preguntas a sus oyentes, no les exige admitir «verdades», sino que les dice: «¿Creéis que puedo hacer esto?» «¿Os fiáis de mí?» «¿Por qué no me creéis?».
Muchas personas, cuando les preguntamos si creen, nos hablan de una fe apoyada en el ambiente, en la tradición: «Siempre se ha hecho así»; «Mi familia ha sido siempre católica…». Y reducen su fe a los sacramentos, que tienen más un tinte social que de expresión de fe. Y sin embargo, sabemos que la auténtica fe cristiana brota de una experiencia de Dios, exige creer en Él y una respuesta personal. No basta con creer lo que otros digan, ni siquiera con creer a los curas.
Queremos que la fe sea un seguro de vida ante el dolor o ante los problemas. Ser creyente supone asumir todos los valores personales, familiares y sociales con su realidad actual y sus expectativas de futuro. Quien tiene fe, ve a Dios en todos los acontecimientos y en todas partes. La fe no es visión, no es conocimiento ni seguridad. La fe es vivir con la firme convicción de que estamos en manos de Dios, que es a la vez Amor y Poder. La fe es desprendernos de nuestras ansiedades y temores, de nuestras dudas y desesperaciones. La fe es un salto, un impulso, un intento, un no aferrarse a las seguridades. La fe es un don, no se gana a puños. Jesús mandará a sus discípulos a dar testimonio de su fe, a anunciar lo que habían visto, oído y vivido (1 Jn 1, 1-4).
La fe nos da la seguridad de que Dios camina con nosotros, de que para Él y con Él todo es posible, de que con su presencia tenemos todo: sol, luz, paz, bien, vida. Si falta Él, no tenemos nada. Lord Byron tiene estas significativas palabras: «Cuando nos acercamos a casa, es dulce oír cómo ladra el perrito al sentir nuestra presencia, como si quisiera darnos la bienvenida. También nosotros marcharemos un día a la casa del Padre, y es consolador pensar que Cristo nos espera en ella con una dulce sonrisa». Sin fe, estamos perdidos.

La fe es una gracia, un regalo: un don de Dios que exige la respuesta libre y consciente del ser humano. La fe es un don gratuito que nos ha hecho Dios. Dios nos amó primero (1 Jn 4, 19). Nosotros hemos de acogerla, cultivarla, hacer fructificar esos talentos. La fe es un don que exige una respuesta humana. A veces esta respuesta resulta difícil, ya que en muchos momentos nos encontramos en situaciones complicadas que no sabemos cómo resolver, o en momentos difíciles de asumir, o en circunstancias duras, y la vida no es fácil: una enfermedad o la muerte de un ser querido… Cuando las cosas van mal, tendemos a hundirnos, a ponernos tristes, y es entonces cuando deberíamos confiar más en Dios, en los momentos de duda, por la noche, cuando estés cansado y desanimado, cuando aparentemente nada tiene sentido y te sientes confuso y frustrado. Aunque no sepas adónde lleva el camino, dondequiera que estés y sientas lo que sientas, ¡Dios lo sabe! Y no temas, porque Jesús es tu luz y tu fuerza. «Yo soy la luz, el que me sigue no andará en tinieblas» (Jn 12, 46).