sábado, 21 de mayo de 2016

El avariento.






Un hombre muy avaro determinó vender cuanto poseía, convertirlo todo en oro y enterrarlo en un sitio oculto. Iba diariamente el tal avaro a visitar su tesoro, pero habiéndolo observado un vecino suyo, lo desenterró y se lo llevó. El desconsuelo del avariento no tuvo igual al ver que le habían robado, y comenzó a llorar y arrancarse los cabellos. Enterado otro hombre de la causa de su dolor le dijo:

¿De qué te servía un tesoro oculto? Coloca una piedra en su lugar, figúrate que es oro, y te servirá tanto como el tesoro verdadero del que nunca usabas.

¿De qué sirve poseer una cosa, si de ella no se disfruta?


Esopo



Gozarse en las cosas, idolatrarlas, adorarlas, poner el corazón en ellas, es ser esclavo y no tener nada. Quien de esta manera se comporta, dice San Juan de la Cruz, “no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído el corazón; por lo cual como cautivo, pena” (Subida al Monte Carmelo lb. 3 cap. 20 nº 3).

Pena y sufre el avaricioso, ya que no puede verse nunca harto. No halla el avaro con qué apagar su sed.

La avaricia ciega e impide ver al otro. Muchos no reparan en los medios y métodos de enriquecerse aun a costa de los demás.

Es miserable el que se enriquece a costa del otro, pero no tiene perdón quien lo hace a base del sudor del pobre y no se compadece de sus necesidades.

Decía Santa Teresa:

“Decir a un regalado y rico que es la voluntad de Dios que tenga cuenta con moderar su plato para que coman otros, siquiera pan, que mueren de hambre, sacarán mil razones para no entender esto sino a su propósito” (Camino de Perfección 33.1)

Cuando no hay sensibilidad en el corazón, sobran razones y argumentos para justificar lo que nunca puede ser voluntad de Dios: que otros mueran de hambre.

“A la avaricia se debe que los graneros de unos pocos están llenos de trigo y el estómago de muchos vacío.

Que la elevación de los precios sea peor que la falta de productos. Por ella (la avaricia) viene el fraude, la rapiña, los pleitos y la guerra.

Todos los días busca el lucro a costa de los gemidos ajenos, y se ha convertido la confiscación de los bienes en una industria. El apetito de los bienes ajenos urge con argumentos apasionados, so pretexto de defensa propia. Así argumentan:

Para que lo tenga algún indefenso o algún inocente y lo pierda según las leyes, mejor es que lo disfrutemos nosotros, lo cual es peor que toda violencia, porque aquello que se arrebata por la fuerza alguna vez puede recobrarse, pero lo que se quita con el amparo de la Ley, no.

Gloríese quien quiera de esta injusticia, pero sepa que es el más miserable de los hombres quien se enriquece con la miseria ajena” (San Zenón de Verona)

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