sábado, 28 de diciembre de 2013

Orar desde nuestra realidad.



Pronzato, refiere una parábola de Saint-Exupery: Habla de cómo, en la época de las migraciones de los ánades y de las ocas salvajes, sobre los corrales atravesados por estas aves, se verifica en ellas un extraño fenómeno de inquietud y de tranquilidad. Las aves domésticas, ocupadas hasta ese momento en comer y en engordar más y mejor, se sienten de pronto como imantadas por ese vuelo estúpido que acaba en pesado aterrizaje.

Aquel reclamo salvaje despierta en esos animales no sé qué instinto salvaje. Algo les hace intuir que sus cabecitas son dignas de horizontes infinitamente mayores que los que marcan las tapias del corral.

Lo mismo le ocurre al hombre orante. Su rato de presencia ante Dios le descubre la vanidad de todos sus empeños, el raquitismo de todos sus proyectos, el lastre de todas sus gorduras…

Orar desde la realidad del mundo y de la sociedad, concretamente en América latina, significa asumir “el profundo clamor lleno de angustias, esperanzas y aspiraciones” del pueblo que vive en la noche de la opresión y la injusticia (Puebla, 24). Esa oración será la que fructifique en obras de justicia, fraternidad y liberación de los hermanos.

Debido a las distintas situaciones de pobreza en Latinoamérica y África, la gente opta por “el sueño americano o europeo”. Muchos emigran a países más ricos, tras padecer incertidumbre, antes de emprender la nueva aventura que les llevará a algunos a la muerte y a otros a pasar toda clase de penalidades... Pero nada le importa a la gente que arriesga la vida, que gasta sus ahorros o se endeuda con tal de llegar a la tierra de libertad a costa de lo que sea...

El inmigrante es aquel que no es de ningún lugar, o de todos los lugares; no se adapta del todo al lugar nuevo y no acaba de dejar la patria que le vio nacer. No es de aquí ni de allá; es alma inquieta, en movimiento, en permanente búsqueda. Según nos cuenta J. Ramos, en el mundo hay aproximadamente unos 120 millones de personas que viven en un país distinto del que nacieron. Miami es una de las ciudades con más residentes nacidos fuera de Estados Unidos. Según cifras del censo, el 59,7 por ciento de sus habitantes eran inmigrantes en 1990, comparado con el 9,7 por ciento de 1940. Entre 1990 y 2000 llegaron unos 400.000 nuevos inmigrantes en el condado Miami-Dade.

Es indescriptible el sufrimiento y las peripecias que han pasado todos los inmigrantes. Familias destrozadas, divorcios... Todos han tratado de superarse y ayudar a las familias para que los hijos tengan un futuro mejor. Y por el futuro mejor se pierden los más nobles ideales, hasta la propia vida.

Sin rostro ni apellidos llegan miles de inmigrantes a Estados Unidos, embarcados en una aventura conocida como “el sueño americano”. Recuerdo a Olga, quien se sentía segura en su tierra, era profesional, dueña de sí misma. Había hecho lo indecible por ayudar a los otros, por mejorar la sociedad. Era conocida en su ciudad, respetada y querida por todos. Un día tuvo que emigrar.

Al llegar a Miami se acercó a los familiares más cercanos. Pero éstos estaban mentalizados y metalizados ya a lo americano, y le dijeron: “Arréglatelas como puedas”. Se quedó sola y destrozada, con el alma rota y abandonada a la suerte.

A Olga se le cayeron las alas cuando se vio totalmente sola, sin amigos, sin familia, sin el idioma inglés, sin títulos, sin nada. Sin permiso de trabajo y sin papeles, empezó a perder “todos los papeles”. Acostumbrada a que su palabra fuera tomada en serio, a que su opinión contara para los otros, su alma se desmoronó cuando se dio cuenta de que a nadie le importaba. Aquí, en el “País de las oportunidades”, no tenía ninguna oportunidad y era “nadie”.

Y Olga no sabía qué hacer, pues quedarse aquí, en Estados Unidos, era un futuro incierto, salpicado de dificultades por todas partes. Volver a la tierra de donde se salió, no tiene sentido cuando no se respira aire de libertad y no aparece el pan de cada día.

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