En el trascoro de la catedral de Palencia nos encontramos con un pequeño retablo dedicado a los Siete dolores de la Virgen, obra del pintor flamenco Jan Joset de Calcar y encargado por el obispo Juan Rodríguez de Fonseca.
El anciano Simeón había predicho que una espada de dolor atravesaría el alma de la Madre de Jesús. Y efectivamente, siete cuchillos atravesaron el corazón de la Virgen: La profecía de Simeón, la huida a Egipto, la pérdida de Jesús en Jerusalén a los 12 años, el encuentro de María con su Hijo en la calle de la Amargura, la agonía y la muerte de Jesús en la cruz, el descendimiento de la cruz; la sepultura del cuerpo de su hijo.
Hay varias advocaciones referentes al dolor que padeció María: la Virgen de las Angustias, la Dolorosa, la Virgen del Martirio, de la Espada... La madre siempre estuvo unida al dolor y a la muerte de su hijo, “varón de dolores”, “desecho de la humanidad”, “siervo de siervos”, “cordero llevado al matadero”, como le llamaron los profetas.
María vio cómo su hijo, nada más nacer, es perseguido a muerte y tiene que huir.
La imagen de la Piedad, la Virgen María cargando a su Hijo muerto en su regazo, expresa el amor y el dolor de la Madre Santísima. Y expresa, también la esperanza. Ella sabía, sin poderlo entender del todo, que la muerte de su Hijo no sería el final de la historia.
El tema de los dolores de la Virgen se desarrolla en la piedad popular y en el arte en la Edad Media. Desde el siglo XI por influencia de San Anselmo y San Bernardo, la devoción de los fieles comenzó a centrarse en la pasión de Cristo y en el dolor de la Virgen. Una espada atravesó el alma de la Virgen, la llamada la Virgen de los Dolores o de las Angustias.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego, dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,25-28). La madre acompaña al hijo en todos los acontecimientos de su vida, grandes y pequeños; pero está presente en el momento del dolor. Así estuvo María con Jesús, en Jerusalén, en el Calvario, “junto a la cruz”. Y junto a la cruz oyó a su Hijo perdonar. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
El Concilio Vaticano II habla así de María al pie de la cruz: “También la Santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Hijo unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (LG,58).
María conocía el dolor y sabía que la noche que le esperaba era muy negra; pero nunca imaginó que fuera tan larga y tan profunda. La Virgen de los Dolores nos invita a participar en su dolor. Mejor dicho, nos invita a participar en el dolor de su Hijo. Jesús preanuncia su crucifixión y dice: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-35).
María nos acompaña en nuestro dolor y en nuestra cruz, como acompañó a su hijo.
Jesús invita a llevar la cruz.
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