Se cuenta del Padre Luciani, después Papa Juan Pablo I que una señora fue a confesarse con él, porque estaba desalentada, por haber llevado una vida moralmente mala.
-¿Puedo preguntarle cuántos años
tiene? , preguntó Lusiani.
-Treinta y cinco. -¡Treinta y cinco!
-Pero
usted, le dijo, puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un
montón de cosas buenas. Entonces, arrepentida como está, en vez de pensar en el
pasado, piense en el porvenir y renueve, con la ayuda de Dios, su vida. Y le
habló de San Francisco de Sales, que habla de «nuestras queridos defectos». Y
explicó : Dios detesta las faltas, porque son faltas. Pero, por otra parte,
ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto que le dan ocasión a Él de mostrar
su misericordia y a nosotros de permanecer humildes y de comprender también y
compadecer las faltas del prójimo.
Muchas personas viven en una situación
de ansiedad y angustia, parecida a esta mujer. El ser humano, al prescindir de
Dios se encuentra en un callejón sin salida, desconectado de su origen y su
fin, sin encontrar un sentido a su existencia. Esta angustia desesperanzada ha
sido creado y acentuada, en parte, por la filosofía existencialista. El ser
humano, según Heidegger, es «un ser amenazado de ruina, sin apoyo en el pasado,
porque fue arrojado a la existencia desde la nada; ni en el presente ni en el
futuro, porque rueda al abismo de la muerte».
La única respuesta que corresponde a
la situación real de la existencia humana es la esperanza. La esperanza es la virtud correspondiente al estado de hombre
en camino, es la auténtica virtud del aún no. La esperanza es capaz de
contrarrestar la marcha trágica del existencialismo o vitalismo ateos hacia la
angustia y la desesperación de Heidegger, Nietzsche, Hegel y Sartre. Nietzsche,
llama a la esperanza la «virtud de los débiles» que hace del cristiano un ser
inútil, un segregado, un resignado, un extraño al progreso del mundo. Otros
hablan de «alienación», que mantendría a los cristianos al margen de la lucha
por la promoción humana. Pero «el mensaje cristiano, ha dicho el Vaticano II,
lejos de apartar a los hombres de la tarea de edificar el mundo..., les
compromete más bien a ello con una obligación más exigente». En el mismo Concilio,
los Padres Conciliares dirigieron un
«Mensaje al mundo» que decía: la tarea principal de divinizar no exime a la
Iglesia de la tarea de humanizar.
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