lunes, 17 de marzo de 2014

DIOS ES UN DIOS DE PERDÓN.



Todos conocemos esta parábola, la del padre que tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna… No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente… Pero un día el hijo se arrepintió y volvió a casa. El padre, que era bueno, le recibió con los brazos abiertos y le organizó una fiesta.

El hijo pequeño, ciego y atolondrado, huye de casa, sin conocer el corazón del padre. En realidad no se sabe el por qué este alejarse de la casa del Padre. ¿Estaba cansado de estar en el hogar? ¿Había seguido el ejemplo de algún otro joven? ¿Se dejó llevar de la fantasía? No sabemos, el caso es que se fue y trató de olvidarse del Padre.

El protagonista de esta parábola no es el hijo, es el corazón del Padre, con un amor incondicional, incluso, parece demasiado bueno, que respeta la decisión alocada del hijo, que huye en busca de placeres sin saber qué rumbo tomar. Calla y les deja hacer. “Y el Padre les repartió la hacienda” (Lc 15,12). Podemos olvidarnos de Dios, pero Él jamás se olvida de nosotros. Dios nunca nos abandona, por mucho que corramos. Él va siguiendo nuestros pasos. Un hijo puede olvidarse de su madre, pero la madre no se olvidará nunca de su hijo; pues aunque ésta se olvidará, Dios no se olvidará (Is 49,15-16).

El padre sufría y amaba en silencio. Ante esta parábola surgen muchas preguntas: ¿por qué le dejó marcharse?, ¿por qué le dio el dinero para malgastarlo? Quizá la respuesta la podemos encontrar en Paoli: “En el contexto del evangelio, Dios no se presenta como el padre que cierra la puerta para que los hijos no salgan de noche, sino como la luz que ilumina, la brújula misteriosa que orienta al ser humano en sus elecciones, que no lo abandona en el peligroso ejercicio de la libertad, que crea nuevas perspectivas de liberación, y se resarce finalmente en una conclusión que parecía desastrosa. El padre sólo puede ayudar siendo un modelo…”.

El padre no abandonó a su hijo, aunque se quedó en casa, su corazón seguía palpitando con él, pues el amor no se puede encerrar en unas paredes y no sabe de distancias. El padre ve al hijo desde lejos y siempre está dispuesto al encuentro. El padre esperaba con amor la vuelta del hijo. El padre de la parábola es Dios. En ella se presenta el amor misericordioso de Dios. Y Dios es un padre que: respeta, sufre, acoge, perdona, que tiene entrañas de misericordia y toda su riqueza está en sus hijos y es para ellos. ¡Grande es el amor del padre! El padre cubre al hijo con su amor como si fuera un vestido de fiesta. En el vocabulario del padre figuran palabras como “alegría”, “fiesta” e “hijo”, y también “nuevamente vivo”, mientras que en el vocabulario del hijo destacan palabras como “hambre” y “miseria”, “algarrobas”, “cerdos” y “jornaleros”. El hijo es acogido ahora en el mundo del padre.

Los pasos del hijo menor fueron los siguientes: se marchó de casa, despilfarró la fortuna, empezó a sentir hambre, recapacitó, decidió volver a casa. El hijo menor vuelve a casa, más que por el arrepentimiento, por interés, por el hambre que pasaba: “se moría de hambre”. Cuando ya estaba cerca de su casa, el padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. El padre, que es todo amor y ternura, lo acoge con gran alegría y le devuelve: anillo, sandalias y prepara una fiesta... El gozo paterno es enorme, pues ha recuperado al hijo que estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo ha encontrado.

Esta parábola ha tocado y seguirá tocando el corazón de muchos padres e hijos, pues es una realidad de muchos hogares. “De todas las palabras de Dios ésta ha despertado el eco más profundo… Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables personas… Y el que lo oye por centésima vez es como si lo oyera por primera vez” (Péguy). Y en esta parábola, al final, triunfa el amor.

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